Sobre lo histórico y lo fantasmal en antropología visual. Javier Fernández.

Enero 2018

 

“Cuando Baal Shem se tenía que enfrentar a una dura tarea, se iba a un rincón del bosque, encendía un fuego y pronunciaba una oración. De esta forma, la tarea se ejecutaba.

Cuando, una generación más tarde, su hijo tuvo que realizar el mismo trabajo se dijo: ‘Ya no sabemos encender el fuego pero sabemos recitar la oración’. Y el trabajo se llevaba a cabo.

Cuando al hijo del hijo le llegó el momento de afrontar la misma prueba, este afirmó: ‘Ni sabemos encender el fuego ni recordamos la oración pero reconocemos el lugar dentro del bosque y eso es suficiente’. Y en efecto, era suficiente.

Cuando, finalmente, el hijo del hijo del hijo tuvo que efectuar la misma tarea, dijo: ‘No sabemos encender el fuego, ni recitar la oración, ni reconocemos el lugar pero sabemos contar la historia’. Y la historia que contó tuvo el mismo efecto que los actos de sus antepasados”.


Major Trends in Jewish Mysticism
. Gershom G Scholem. Traducción inspirada en el texto original recogido por Scholem y en la adaptación que  realiza Jean Luc Godard en la apertura de su film Hélas pour moi.

 

Durante la década de los sesenta, en pleno auge de los procesos de descolonización, se recrudecen las acusaciones que identifican a la antropología como cómplice necesario para la expansión colonial y, por lo tanto, cuestionan su condición como disciplina académica. Estas voces que, en muchos casos, surgen desde dentro de la propia disciplina, apuntan, entre otras cosas, al tropos habitual en las monografías etnográficas que, invariablemente, sitúan a las sociedades estudiadas en una especie de limbo inmutable fuera de la historia. En definitiva, un recurso retórico que les niega la posibilidad de evolución y que, además, neutraliza la importancia de los efectos devastadores del imperialismo sobre estas comunidades.

Una crítica que ataca la línea de flotación de la propia disciplina y que comparte, algunos rasgos, con las objeciones a la intención idealista del cineasta documental que pretende convertirse en un mosca en la pared (“fly on the wall”) para registrar la realidad. Ambas posiciones parecen obviar tanto las limitaciones del observador, cuya percepción estará condicionada por su propia subjetividad (y destreza técnica), como las relaciones de poder que se establecen de manera explícita y/o implícita entre sujeto y objeto.

Entonces, ¿cómo incorporar la historia? Ciertamente, interpretar (o crear) unas imágenes, un diálogo o una situación registrados en el presente bajo la luz de un devenir histórico, abre potencialmente nuevas perspectivas. Puntos de vista o propuestas que exigen, por lo tanto, formas estéticas capaces de abordar lo histórico -el pasado, en definitiva- en un soporte que, cuando hablamos de obras audiovisuales, es indefectiblemente un registro del aquí y el ahora.

Se podriá objetar que el trabajo con imágenes de archivo escaparía a esta limitación. Sin embargo, cualquier archivo histórico es, por definición, incompleto y el audiovisual aún más, puesto que, por un lado, se limita a un periodo de tiempo relativamente reciente y, por otro, el coste y la competencia técnica estrecha el número de agentes capaces de elaborar estos documentos. Por si fuera poco, las imágenes de archivo no custodian el pasado por sí mismas sino que también exigen, por así decirlo, una activación histórica desde el presente.

En definitiva, nos referimos a uno de los viejos anhelos del cine: filmar el pasado, con todo lo que esta misión tiene de mágica y escurridiza. Un abanico que podría comenzar en las primeras reconstrucciones históricas de los noticiarios del cine mudo hasta, por ejemplo, propuestas como las John Gianvito en Profit Motive and the Whispering Wind, en las que narra el pasado violento de su país a través de las huellas e inscripciones en moumentos conmemorativos de la actualidad, pasando por el recurso a la oralidad, a la palabra, a los testigos, y pienso en Claude Lanzmann o Eduardo Coutinho.

El relato judío con el que abro el artículo resulta inspirador en cuanto a que, metafóricamente, podría referirse a diferentes estrategias audiovisuales según uno se aleja en el tiempo del hecho histórico (o mítico) que no pudo registrar pero que, obstinadamente, condiciona el presente. Se trata de un texto al que vuelvo regularmente para enfrentarme a un proyecto en curso cuyo objetivo es abordar desde el presente las elusivas y maleables capas de la historia que bien se solapan, bien entran en conflicto, bien se diluyen, a la hora de interpretar hechos pasados.

El acontecimiento que exige mi atención es la muerte del Sas Ebuera, el último líder del pueblo bubi que opuso resistencia a la ocupación colonial española en Fernando Poo (actual Bioko). En 1903, el Sas Ebuera muere durante su cautiverio tras ser apresado en su hogar por mercenarios al servicio de la Guardia Civil. Según autores como Dolores García Cantús o José Fernando Siale, este suceso desata una serie de conflictos violentos entre la resistencia local y las autoridades españolas que, en última instancia, diezman la población bubi.

No hay fotografías ni retratos del Sas Ebuera. Tan solo un puñado de documentos, a menudo contradictorios, elaborados por diferentes funcionarios coloniales. Unos textos redactados al servicio de la función del órgano de la administración colonial al que van dirigidos, y en la que la veracidad de lo narrado no es, en absoluto, relevante. Se trata de documentos físicos, legibles, palpables, filmables. También son parciales, interesados e interpretables. La pregunta que surge a continuación es lógica: ¿Qué ocurre con las versiones que de este acontecimiento circulan entre los bubis?

Consciente de llegar más de 110 años tarde recorro el sur de la isla buscando a aquellas personas que puedan contarme qué ocurrió entre el 26 y el 30 de junio de 1903. Los relatos tampoco están claros: hay dudas, contradicciones, olvidos, datos erróneos. Incluso, una mujer que afirma tener información fidedigna -puesto que conserva la inapelable autoridad de la palabra escrita- me remite a una de las versiones españolas más extendidas, extraída de una monografía sobre el pueblo bubi.

Queda el recurso a retornar al “rincón del bosque”. En este caso, de manera literal (foto 1). Tampoco parece haber suerte. Es posible llegar a un punto aproximado pero el poblado donde vivía y fue detenido el Sas Ebuera no existe como tal desde hace mucho -consecuencia, probablemente, de la política de agrupamiento de poblaciones impuesta por la metrópoli-. ¿Dónde colocar el trípode? ¿Hacia qué dirección encuadrar? ¿Qué tamaño de plano?


Foto 1

Vuelvo a las narraciones orales pero desde otro punto de vista. Al fin y al cabo, no se trata de la reconstrucción forense de unos hechos. Barthes escribe: “Cuanto mas cerca está el documento de una voz, menos se ha alejado de la calidez que la ha producido y mayor es el fundamento de su credibilidad histórica. Por eso, el documento oral es, en definitiva, superior al documento escrito. Y la Leyenda a los textos”.

A pesar de que ninguno de los relatos bubis se ponga de acuerdo en la manera exacta en que muere el Sas Ebuera, muchos de ellos sí se ponen de acuerdo en un curioso epílogo: el cadáver del Sas fue enterrado junto a una fuente en las afueras de la capital Santa Isabel (actual Malabo). “Se dice que dicen que”, al contrario de lo que dicta el sentido común, de la fuente mana agua durante la estación seca y no suelta gota durante la temporada de lluvias.

Localizo la fuente. Se trata de un lugar físico, inapelable, que hubiera pasado desapercibido si no llego a conocer esa “marca” que lo activa históricamente delante de mí y de mi cámara (foto 2). De una manera que se podría calificar de “secreta”, constituye un espacio de luto. El primer enclave real que, inequívocamente ofrece significado histórico, es este. Y, sin embargo, su atracción no procede de datos o documentos irrefutables sino de una leyenda. De un relato que remite a una presencia fantasmal que, aparentemente, se manifiesta con una extraña anomalía en cada estación del año.


Foto 2

Pero no se trata de considerar exclusivamente ese lugar por su potencial vertiente conmemorativa. Refiriéndose a los espacios de conflicto, Louise Purbrick escribe que tal operación supondría “subestimar la manera en que continuamente insertan el pasado en el presente. Los lugares de conflicto se convierten en representaciones poderosas por su propia materialidad. Contienen huellas de los muertos y muestran señales de violencia. Están contaminados en el sentido antropológico del término”.

Invocar este tipo de lugares exige adentrarse en el inquietante y liminal territorio de los fantasmas. “Un tipo de insistencia residual, casi material, que interrumpe y estropea cualquier posibilidad de negación. Eso es un fantasma, después de todo: algo que se ha ido, algo muerto, pero que se niega a estar ausente: algo que no está aquí ni ahora, pero que continúa manchando o contaminando en el aquí y ahora”, elabora Steve Shaviro, recurriendo nuevamente a la idea de polución. Los fantasmas se resisten a ser negados y sacrificados ante un relato histórico puro, desactivado en meras relaciones de datos y fechas.

Es en este punto en el que, revisando el material recién grabado, me doy cuenta de que no he grabado sonido directo y, por lo tanto, debo de volver a la fuente. La imagen muda está desposeída de su relieve, de una parte inseparable de su “materialidad” y, paradójicamente, mi instinto me lleva a decidir que la recuperación de ese registro de la manera más fiel  -es decir, incluyendo los ruidos del momento emitidos por el tráfico y los vendedores callejeros, principalmente-, me acerca más a ese territorio espectral.

En su instalación Spirits Still, Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel aislan 686 frames de entre los más de 130.000 que conforman el material en bruto con el que trabajaron en su largometraje Leviathan. Estas imágenes corresponden a apariciones “fantasmales”, invisibles si se reproducen a la velocidad normal. Juegos caprichosos entre el cielo y el océano, la luz y las sombras que dibujan rostros, presencias fugaces y vulnerables que podrían remitir a los cuerpos de aquellos que desaparecieron en el mar.

Ni su trabajo (creo) ni el mío está hablando literalmente de fenómenos paranormales -ni los fantasmas manipulan ceros y unos para aparecer azarosamente en imagénes digitales ni el sonido registrado en Malabo derivó en una psicofonía- sino del poder de la propia materialidad del medio audiovisual y más concretamente, del registro documental antropológico, para accionar resortes perceptivos que permitan, por así decirlo, recuperar fragmentos del pasado -la historia y, por extensión, la presencia de aquellos que ya murieron- de una forma vívida, palpable y tan reflexiva como estremecedora.

Recapitulando, es el relato oral, la leyenda despojada de la ambición de reconstrucción histórica factual, el punto de partida que, finalmente, me permite empezar a modelar una forma posible en la que el pasado traumático se active a través de esa cualidad espectral que las tecnologías de registro visual y sonoro no han dejado de poseer incluso en la era digital.

Y es gracias a ese cambio de perspectiva o de actitud hacia el documento oral -por seguir la leyenda judía del comienzo: la historia que al ser contada produce el mismo efecto que el fuego, la oración o el lugar- como podemos abrir el campo a otro tipo de unidades narrativas o notas al pie que, en última instancia, son las más relevantes a la hora de intentar entender la magnitud de los efectos que décadas de colonialismo proyectan aún sobre el presente en las sociedades que lo han sufrido.

Vuelvo a revisar el testimonio de la mujer mencionado anteriormente. Después de hojear las primeras páginas de la monografía sobre los bubis y remitirse a el texto sobre el Sas Ebuera elaborado a partir de fuentes españolas, la mujer sigue pasando hojas. Se detiene en una en la que aparece una fotografía. El pie de foto indica únicamente que nos muestra “un adivino”. La mujer señala la fotografía y pronuncia el nombre propio del sujeto fotografiado y explica el lejano parentesco que la unía a él. “Hace mucho que murió”, señala (foto 3).


Foto 3

Lo que en el marco antropológico es una categoría, fría e intercambiable, en su voz pasa a ser un individuo, con su nombre y su existencia propia e intransferible. Un individuo, no obstante, fallecido. Una historia individual elicitada fugazmente que impugna el modelo histórico asociado a los documentos oficiales y presuntamente científicos. Esta operación también provoca que, por un momento, ese pasado desgarrado por años de administración colonial aparezca bajo otra luz, no carente de espectralidad.

En Vita Nova, Vincent Meessen experimenta una situación similar. El artista belga parte de la icónica imagen de la revista Paris Match en 1955 que Barthes analiza en sus Mitologías y que nos muestra en primer plano el rostro de un niño soldado africano al servicio del ejército francés. En Costa de Marfil, localiza al joven cadete ya anciano y le muestra un ejemplar de esa revista. “Este es vuestro abuelo”, le dice el anciano a los nietos que le rodean. La imagen ya no es un soporte de propaganda sino un documento personal, de una historia individual que emerge del pasado ridiculizando las pretensiones imperiales del proyecto colonial.

En definitiva, en estas líneas he intentado describir, a partir de un proceso de reflexión creativa personal, unos elementos cuya articulación es crucial no solo para mi trabajo sino también, sospecho, para afrontar debates sobre la propia antropología visual contemporánea: la riqueza casi inagotable del testimonio oral, con sus palabras, silencios, gestualidad (y la variedad de perspectivas desde las que escucharlo): la radiación que emiten los lugares de conflicto marcados por cada uno de esos relatos individuales y/o colectivos; y por último, la materialidad del soporte audiovisual y su paradójica capacidad para permitir el regreso de lo desaparecido, lo extinto, a través de la exploración de sus propios límites.


Javier Fernández Vázquez es director de cine, realizador audiovisual y miembro fundador de Los Hijos, colectivo dedicado al cine de no-ficción, al videoarte y a la etnografía experimental. Entre sus obras figuran los largometrajes Los materiales (2010) o Árboles (2013) y el cortometraje Enero 2012 o la apoteosis de Isabel la Católica, que obtuvieron diversos premios en festivales internacionales (Punto de Vista, FidMarseille) y han sido sido proyectadas en numerosos centros de arte contemporáneo nacionales e internacionales y formado parte de exposiciones artísticas colectivas. Su filmografía completa ha sido objeto de varias retrospectivas (Lima Independiente, Distrital, 3XDOC).

Javier desempeña su actividad docente como profesor asociado en el Dpto. de Comunicación Audiovisual de la Universidad Carlos III (UC3M) y pertenece al grupo de investigación Larga exposición, las narraciones del arte contemporáneo español para los “grandes públicos” de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Anteriormente, ha impartido clases de antropología visual en la UNED y de cine experimental en la Escuela SUR. Asimismo, ha contribuido a la programación de ciclos audiovisuales en el CA2M y en Tabakalera Donostia.