La conjura de los patios traseros y las películas ventana. Ana Useros

Septiembre 2019

Abordo este texto con mucha ilusión. Pero también con un poco de pudor. No estoy demasiado segura de saber qué es exactamente el cine antropológico y no se me escapa la ironía de iniciarme en el tema dentro de una serie de artículos en los que, más o menos, se postula su imposibilidad. ¿Es lo antropológico lo que es imposible o una vez más estamos enunciando la muerte del cine? Antes de meterme en ese berenjenal, me doy cuenta de que mis dudas son más básicas: ¿Qué aporta el adjetivo antropológico al sustantivo cine? ¿Es una parcela académica? ¿O es una actitud, una aspiración ética, una marca de legitimidad, en suma, todas esas cosas que a veces se esconden detrás de la expresión «una mirada»? En la espiral vertiginosa de mis dudas acabo por pensar, ¿no se referirá ese «antropológico» a alguna característica esencial, a un componente inevitable de esa forma estética a la que llamamos «cine»? ¿Qué cine no es antropológico?

Serge Daney, hablando de la manera de encuadrar, distinguía entre cineastas del cuadro (del lienzo) y cineastas de la ventana. Hay cineastas que trazan líneas que finalizan en el borde del encuadre y cuyos planos combinan masas y tonalidades con un equilibrio propio. Y hay cineastas cuyas imágenes parece que desbordan los límites del vano, en todas direcciones.

Antaño, cuando el cine era celuloide (o, en los últimos años, poliéster, para ser más exactas) parte del oficio de proyectar consistía en atinar con la ventanilla correcta para recortar el haz de luz y ver la película; en cada proyección se dibujaban los límites espaciales del plano. A veces alguien había tenido la precaución de indicar en las latas el formato correcto (1:1.37; 1:1.66; 1:1.85, etc.). Otras veces había que acertar, basándose en una mezcla de intuición, buen ojo y conocimiento histórico. Esa pequeña parcela de poder que quedaba en las manos de quienes proyectaban (no había sido la única, pero sí la última, en los tiempos del cine mudo tenían también la potestad de decidir a qué velocidad proyectar…) se debía a que, especialmente en Estados Unidos, la costumbre era impresionar todo el fotograma (formato cuadrado, 1:1.37) a sabiendas que después en la proyección, si era necesario, se ajustaría al cuadro panorámico (entre 1:1.66 y 1:1.85). Si la película estaba encuadrada en un formato ancho, no era extraño que en los márgenes superior e inferior de la imagen aparecieran cosas que no se debían ver: focos, raíles y, lo más habitual, micros colgando de la percha. De ahí que, muchas veces, para curarse en salud o para no pensárselo dos veces, se proyectaran rutinariamente las películas en formato panorámico sin atender a mayores razones.

Recuerdo mis peleas en la Filmoteca tratando, muchas veces infructuosamente, que las películas se proyectaran con el formato correcto. Recuerdo una proyección de Los pájaros, incorrectamente encuadrada: Rod Taylor sentado en tensión, esperando el siguiente ataque, bajo un enorme cuadro enmarcado en el que, si el plano se hubiera mostrado completo, hubiéramos visto la adusta figura de su padre y su presencia nos hubiera afectado de un modo u otro. Hitchcock, cineasta del cuadro. Y recuerdo descubrir que las películas de Cassavetes, correctísimas proyectadas en formato panorámico, eran igualmente correctas si se proyectaban en formato cuadrado, con la enorme diferencia de que así se veía “más”. Cassavetes, cineasta de la ventana.

Cuando transmití con una alegría desbordante este último descubrimiento, me topé con la prudencia timorata que me recomendaban los profesionales del lugar: si hasta yo reconocía que el encuadre panorámico era correcto, ¿por qué no dejarlo así, para qué arriesgarse a la vergüenza pública de que, accidentalmente, pudiera aparecer un micrófono dentro del cuadro? Protesté diciendo que así perdíamos la oportunidad de ver más cosas y me respondieron con un calificativo que debe ser el equivalente en este contexto a que desde el PSOE te llamen “radical” o “buenista”: “¡Serás cinéfila!” Aún no sé cómo les convencí de proyectar el segundo pase de Minnie & Moskowitz (Así habla el amor, 1971) con el cuadro más amplio posible. De repente, sobre la enorme pantalla del cine Doré, los gestos tenían aún más significado, los cuerpos tenían aún más hueco para desplegarse, parecía que, más que asomarnos a la ventana, se hubiera abierto una puerta para que accediéramos al mismo espacio que los personajes. Y entonces sucedió. A la hora y media de película, en la penúltima escena, en uno de los escasísimos planos generales, apareció un micrófono, tan discreto que podía confundirse con la lámpara de la escalera… De nada sirvió argumentar ante los enfadadísimos profesionales de la proyección que, si la película hubiera deseado proyectarse recortada por la parte superior e inferior, no habría salido un micro, sino tropecientos. Nunca más pude convencer a nadie en aquel lugar de cambiar un formato.

Dejando de lado, por no meternos en camisas de once varas, la constatación, para nada paradójica, de que en los museos y paredes del mundo cuelgan muchos lienzos que a su vez son ventanas, con las películas-cuadro nos comportamos como espectadores de un museo. Elegimos una determinada distancia para verla, según nuestros gustos y manías, las recorremos con la mirada, somos sensibles a la composición equilibrada o a la inestabilidad de sus formas, al juego de los colores. La película se juega entre nuestra mirada y la pantalla, el cuerpo espectador se concentra e inmoviliza. Hablamos de ellas en términos pictóricos, les adscribimos influencias de los grandes movimientos artísticos y, de una manera sin duda injusta, tendemos a juzgarlas exclusivamente desde el ángulo formal.

Con las películas-ventana, en cambio, la actitud de contemplación se tiñe, en mayor o menor medida, de una actitud de participación. No en el sentido de participar de la acción (eso debería pasar con todas las películas en general) sino de participar de la película, de la misma manera que absorbemos la bocanada del aire distinto que nos invade cuando abrimos una ventana y la diferencia de temperatura nos envuelve. Son películas que percibimos por la piel. No solamente podríamos ver más si miráramos a nuestro alrededor, sino que nuestro cuerpo hormiguea con la sensación física de que incluso podríamos aportar algo. Me da la impresión de que eso que se llama cine antropológico tiene bastante que ver con esa poética de la participación[1] que propician las películas-ventana.

La Muestra de cine de Lavapiés es una semana de proyecciones que desde 2004 se celebra a finales de junio con la intención de llevar el cine a la calle y defender la cultura accesible y el espacio público. Es una muestra autogestionada que se organiza mediante una asamblea abierta. Y que trata de funcionar sin dinero, o con el menor dinero posible. Por eso nunca proyectamos realmente en las plazas, como dictaría el imaginario del cine ambulante y de barrio en el que nos queremos reflejar. Haría falta una infraestructura que no nos podemos permitir para levantar y tensar una lona al aire sin que el efecto vela la derribe. Por no hablar del coste financiero de los permisos municipales que implicaría levantar una estructura así. Necesitamos una pared para proyectar y así, en lo que es sin duda nuestra especialidad, hacer de la necesidad virtud, en la Muestra somos amantes de los solares. Los solares, esos huecos con los que la ruina o la especulación van mellando las calles de nuestro barrio, delimitan y flanquean el espacio público con tres paredes medianeras. En la cartelería de la Muestra, maravillosos diseños que nos regalan cada año, las ventanas de las casas de Lavapiés suelen estar iluminadas, como si de ellas procediera la luz del proyector. Pero, en realidad, son nuestros proyectores los que, con su luz, crean ventanas nuevas en esas paredes traseras, destinadas a la oscuridad y que han quedado inesperadamente al descubierto.

 Si el cine antropológico tiene algo que ver con las películas-ventana, ¿podríamos desde la Muestra presumir de hacer programación cinematográfica antropológica en las ventanas nuevas que abrimos en las paredes de las casas? Más allá de la metáfora, lo cierto es que siempre hemos buscado una política de participación entre las vecinas y los colectivos del barrio y siempre hemos pensado que la programación de cada año componía una fotografía de las inquietudes y deseos que atravesaban el barrio en ese momento, como una especie de cine antropológico found footage. Si los habitantes del barrio proponen las pelis, bajan las sillas, opinan de lo visto, si la electricidad procede de sus casas y abre ventanas en sus paredes ocultas, ¿no convierten así las películas en fragmentos públicamente compartidos y colectivamente modificados que relatan la vida de todas?

Buena parte de las películas que proyectamos cada año nos llegan a través de una convocatoria abierta, que los últimos años se ha centrado en obras audiovisuales con licencias libres. Están hechas como la Muestra, sin dinero, con entusiasmo, con trabajo colectivo y deseo de intervención social. La mayoría de ellas son películas que estrenamos, o que apenas se han proyectado fuera de festivales como el nuestro y muchas se enmarcan en esa versión urgente del cine participativo que a veces se llama cine militante. El tiempo pasará por ellas y las convertirá en ese imposible postulado, en cine antropológico, o en un registro melancólico de tantas posibilidades, algunas materializadas, otras no. Pero una cosa es el tiempo que pasa por la película, que la desgasta o la lustra, que deja sus huellas en cada proyección. Otra cosa es el tiempo de las películas que no se proyectan, por las que el tiempo no pasa sino que las va enterrando. Querría, aprovechando que ya se va a leer en una pantalla, que este texto fuera también una ventana abierta hacia todos esos colectivos y autores y películas que no pueden olvidarse:

Left Hand Rotation, Colectivo Brumaria, Colectivo La Vaca Bonsai, La Rara troupe, Apablo Nicasso / El tronco de Senegal, Carolina Adriazola y José Luis Sepúlveda, Arturo Hortas, Xudit Casas, Andrés Roccatagliatta, David Batlle, Raúl Cuevas, Metromuster, Antonio Girón, Colectivo La Plataforma, A ras del suelo, Los Ulises, La grieta, Organizar lo (im)posible, Lakabe 2013-2017, La lucha en el camino, Próxima estación, La Latina, Yaku Chaski Warmikuna: Mensajeras del Río Curaray, Boxgirls, Los que se quedan, Temps de CanVi(e)s, El orden que habito, No Job Land, La joven tierra, Ladrillo por ladrillo, Alianait, Ziztadak, Sombras xinas, 72 horas, Diari d’una mercaderia, Interferencies, Ojos que no ven, La vergüenza en los tiempos del cólera, Villa 31, Desde que no estás, (Re)tales, Luchadoras, Nisá, Soy Meera Malik, Arrhash, Sostenido, Okupando el vacío

No están ni mucho menos todas. Algunas, de hecho, ya han sido enterradas y su rastro ha desaparecido incluso de ese supuesto repositorio universal que es internet. Haciendo esta lista recuerdo mi desgarro entre proyectar mil veces las películas de, por ejemplo, Hitchcock y Cassavetes y proyectar, siquiera una vez, las miles de películas que esperan su turno.

Mientras tanto, en una galaxia muy lejana, el cine industrial respondía a su manera excesiva y tosca a los “desafíos” de la globalización que, en este caso, se concretaban en cómo conservar y expandir un mercado global para sus producciones. Sus estrategias han sido muchas y variadas. Probablemente la penúltima de ellas sea la política de producción de series de Netflix, con su hincapié en la construcción de un mundo con una mezcla cuidadosamente estudiada de exotismo y accesibilidad. Y, cómo no, el llamado “capitalismo cooperativo” también hizo su aparición. Por ejemplo, en 2010, Ridley y Tony Scott produjeron A Life in a Day. Se hizo una convocatoria para que toda persona que quisiera enviara un minuto de grabación, con la única condición de que hubiera sido filmado el 24 de julio de 2010. Esos fragmentos después eran montados y sonorizados de manera “profesional”. La película se definía como un documento histórico destinado a que las futuras generaciones descubrieran cómo era la vida en la tierra en ese día en concreto. En fin… Como era de esperar, los fragmentos se recibieron, se trocearon, se montaron y estrujaron según un guion ajeno a la voluntad de quienes los habían enviado y el picadillo se envolvió todo en un montaje sonoro que diera “unidad” y brío al conjunto. El mismo año que en Sundance se estrenaba esta oda al sentimentalismo globalizado, en la Muestra proyectamos la primera película del proyecto Hola, estás haciendo una peli, el reverso local, autogestionado, colectivo y participativo de este delirio.

Pero, lejos de quedarse ahí, el delirio continuó. Tras A Life in a Day vinieron Japan in a Day, Italy in a Day… y, en 2016, Spain in a Day, dirigida por Isabel Coixet. 22.000 personas enviaron vídeos para que fueran seleccionados en la película, 400 fueron elegidos. Entre esas 22.000 personas estaba JL. Pero JL no se limitó a grabar un minuto, como le pedían, sino que decidió hacer su propio spin off de Spain in a Day, titulado, cómo no, JL in a Day y enviarlo a la convocatoria de la Muestra de Lavapiés. A pesar de nuestra vocación confesa de acoger las voces minoritarias, la película no fue seleccionada y no se proyectó en la Muestra. Probablemente porque, a fuerza de tensar hasta el absurdo una de las hipótesis que impulsaron al cine antropológico casi desde su fundación, la de que el abaratamiento y ligereza de los equipos materiales (desde el Nagra y la cámara de 16mm de Jean Rouch hasta las “camaritas” digitales de Agnès Varda) proporcionarían la oportunidad de realmente captar la vida tal y como es, JL se pasó de frenada y, probablemente sin dejar de ser antropológico, se salió del cine. Ver JL in a Day dentro de un contexto convencional de cine, es decir, en la oscuridad, en silencio y en compañía de otras personas, es una experiencia que roza lo insoportable, como si, en lugar de abrir una ventana, asistiéramos al derribo de la pared. Y, sin embargo, ahí está, preguntándonos si acaso, no la imposibilidad, pero sí los límites de un cine antropológico (o de una programación de cine antropológica) no se planteen quizás tanto desde la antropología como desde el cine.

[1] http://www.circulobellasartes.com/revistaminerva/articulo.php?id=708

 

Solares y espacios de la Muestra de cine de Lavapiés: Solar de Olivar, Solar de Santiago el Verde, El Campo de la Cebada, Solar de Embajadores 68, La Tabacalera de Lavapiés, CEIP Emilia Pardo Bazán, Solar de Lavapiés, Plaza de Xosé Tarrio.


Ana Useros es o ha sido, a tiempo completo o parcial, remunerado o no, anónima o no, crítica cinematográfica, documentalista, editora, feminista, estudiante de filosofía, investigadora, madre, militante, programadora de cine, traductora… Ha dirigido dos películas: Walter Benjamin, Constelaciones (2010, junto a César Rendueles) e Historias como cuerpos, cristales como cielos (2013). Forma parte de la asamblea organizadora de la Muestra de cine de Lavapiés.