2020. Elena López Riera

Abril 2020

[1]

26 de abril de 2020. Hace seis semanas que es de noche. Que afuera todo es húmedo y está oscuro, y una voz ha venido a interrumpir el sueño. Ha vuelto ese grito antiguo y metálico que se repite sin descanso en mi cabeza. Ese grito pronunciado hace 30000 años frente al ruido del mar, y dirigido a aquel o aquella, que quiera escuchar su llanto de amor desesperado. Creo que dice algo parecido a esto:
“Je suis quelqu’un qui appelle, je suis celui qui appelait, qui crié, il y a 30.000 ans. Je t’aime. Je crie que je veux t’aimer. Je t’aime. J’aimerais quiconque qui entendra que je crie que je t’aime. 30.000 ans.”
(Yo soy alguien que llama, yo soy ése que llamaba, que gritaba, hace 30.000 años. Te amo. Grito que quiero amarte. Te amo. Amaría a cualquiera que escuche que grito que te amo. 30.000 años)

Esa voz que ha venido a interrumpirme hoy, es quizá la misma que pronuncia el grito evocado por Marguerite Duras en 1979, en su insondable película, ´. Ése es el único sonido que se escucha en esta noche que dura ya demasiado tiempo. En bucle.

Es de noche otra vez, constantemente, y siento de nuevo que ese grito lanzado hace 30.000 años en una lengua extranjera, vibra todavía entre las paredes de esta habitación. Cierro los ojos, aprieto los dientes, y pienso que no es posible que una voz primitiva siga vibrando. Cuento 1, 2, 100, 10.000 veces, y las paredes, y los dientes, siguen repitiendo ese ritmo primitivo que se dirige a cualquiera, que sea capaz de escuchar que te quiero. Abro los ojos y solo hay oscuridad. No reconozco ninguna palabra, ningún recuerdo. ninguna imagen. Nada. Ahora sólo un grito, su ondulación física, su caricia, y la certeza de que hace 30000 años, que esa confesión de amor desesperado, se repite como una letanía, como un sortilegio.

En 13:49 segundos, Marguerite Duras pronuncia ese grito ininteligible, más preocupado por demostrar la vigencia de su vibración, que por desvelar el misterio de su origen. La banda de imagen es una ciudad en la frontera del alba, una carretera poco transitada, el centro de una capital europea que se parece demasiado a París, pero que desfila en la pantalla como una ciudad fantasma. Duras convoca esa voz anónima, datada de 30.000 años, como un desplazamiento sin fin, como la prueba definitiva de que la voz no es sólo el mero vehículo que transporta un mensaje, sino la prueba incontestable de nuestra condición fantasmagórica. Aunque seguramente, esto sólo sea una interpretación insomne, pero no importa, porque a final de cuentas ¿qué pensamiento, proposición, o conjetura, no lo es?

Ahora sólo hay noche, y hay insomnio, y hay un murmullo de voces ajenas que se superponen. También hay las ganas desgarradoras de pronunciar un grito que suene como un estruendo, y que se vaya apagando onda a onda, sólo para comprobar que hay algo afuera que todavía existe. Que la ciudad existe y que tiene muros, y piedras y materia en la que el sonido de un grito humano pueda todavía resonar, como el grito de Duras. Entonces me doy cuenta de que si esa voz ha irrumpido precisamente ahora, es para recordarnos que allí afuera, algún día tuvimos cuerpos, y quisimos tocarlos, olerlos, morderlos, amarlos, odiarlos, y que algunas veces, hasta osamos cercarlos en los límites miserables de un plano; aún a sabiendas de que es imposible encerrar un cuerpo en una imagen. Que ello no es más que una perversión. Puro canibalismo.

Ahora, que lo de afuera ya no está, o se nos está olvidando, y que sólo quedan destellos de un mundo que quizá conocimos, el sonido de esa voz que habla en una lengua extranjera e ininteligible, se ha instalado entre nosotros como la única certeza posible. Ahora, que sólo hay algunas sombras, los destellos de 3 o 4 pantallas, y el recuerdo de un mundo en el que existían cosas y animales y plantas y personas y jardines y ríos y mares y besos y disputas y orgías y pasiones. Ahora, que tendría que estar escribiendo sobre la imposibilidad de un cine antropológico, me pregunto si tiene todavía algún sentido pensar en cine. Si todavía podemos permitirnos reflexionar sobre un discurso históricamente preocupado por construir representaciones, más o menos distanciadas, de un mundo sensible, que ya no sabemos si algún día existió, o si acaso lo habremos inventado.

Así es muy difícil pensar en una imagen. En la imagen. Esta noche, en la que todo afuera parece inerte, contaminado, podrido o viejo (o por lo menos así nos invitan a pensarlo el flujo permanente de las mismas, al que nos sometemos constantemente), intentar reflexionar sobre una práctica cinematográfica capaz de representar algo parecido a lo humano, me parece imposible. O sencillamente inútil.

Hoy, mientras afuera todo parece desarrollarse en una realidad paralela y vacía, y nuestros cuerpos sueñan con dejar de moverse al ritmo de las convulsiones eléctricas, provocadas por todas las teclas, pantallas táctiles y prótesis plastificadas que nos acarician hasta el orgasmo, el grito ha vuelto a instalarse entre nosotros como un rumor ajeno. Como un arrebato. Como una epifanía surgida de noséqué misterio, para susurrarnos que de nosotros, cuando ya no quede piel, ni deseo, ni carne, ni uñas, quizá todavía quede una vibración. Y pienso que acaso sea ésta la única posibilidad que nos quede para pensar la imagen. La de una vibración que sobreviva al cuerpo. El eco de una voz.

Así que ahora, y sólo antes de que despertemos de esta madrugada vírica de 4, de 5, de 1.000 semanas, y ante la imposibilidad de responder rigurosamente a cualquier cuestión sobre la representación cinematográfica, me aventuraré a proponer una hipótesis imposible y definitivamente inútil. Una teoría efímera que sólo dure el instante de una noche. Una teoría que imagine la voz como instrumento para pensar en las posibilidades de una práctica cinemato-antropológica. Una arqueología imposible y fácilmente refutable.

Quizá empezaría así: haciendo una lista de todos los significados de la palabra, pero no de los científicos, sino de los íntimos. Sólo de los íntimos. Sí, empezaría así, repitiéndolos  en alto, primero despacio y después cada vez más rápido, con los ojos entornados y la boca entreabierta, como el que se suma a una oración ancestral. Quizá diría: la voz, la voz, la voz, la voz. La voz como la palabra, como contradicción, como concepto, como forma de expresión política, como discurso, como vía mística, como caricia, como prueba de amor, como dispositivo de disidencia sexual, como la venganza del amante, como discurso histórico, como confesión, como secreto, como estrategia bélica, como conquista de un discurso público, como toma de poder, como crónica, como consuelo, como rezo, como significado, como grito desesperado y primitivo en medio de la noche, como dispositivo cinematográfico, como la prueba de que un día amaste, amé. La voz como el canal por el que transitan los muertos.

Ésta sería la base de mi metodología. Por eso este texto no puede escribirse como un artículo académico, ni como una carta, ni como un diario, ni como la crónica dispersa de una noche confinada; sino como un conjuro. El de la teoría como complot.

1. Sabotaje primero: de la antropología

La primera pieza del complot teórico correspondía seguramente a la de la terminología, considerando la formulación de antropología cinematográfica como sabotaje. Porque ¿qué podría significar una práctica antropológica en el cine? Supongo que si atendiéramos a los manuales y las historias de una y otra disciplina, tendríamos que entender, que un cine antropológico es aquél que se interesa por estudiar, abordar, dialogar y/o problematizar ese manido contenedor ideológico que es el otro[2].

Como si todavía fuera posible definir los límites que separan una identidad de otra, como si todavía fuera posible pensarnos como individuos aislados, y no como partículas contaminadas y contaminantes, que imponen su mirada, su condición, sus lenguas y fluidos a cualquier ente vivo con el que se relacionan. Como si hubiéramos olvidado que la otredad no es una categoría absoluta, sino relativa siempre a nuestra propia subjetividad. En efecto, la primera pieza del complot teórico corresponde a la formulación de una de las bases conceptuales, que ha atravesado a la historia de un hipotético cine antropológico. A esa conocida idea de que es posible formular, conceptualizar y representar al otro, sin caer en el etnocentrismo o en el paternalismo, o lo que es peor, sin intentar cristalizar ese viejo sueño húmedo de cierto cine antropo-militante: el de dar la voz al otro.

Y ya sé, que esta primera pieza de auto-sabotaje teórico es incierta, que no es verdad que el cine o la antropología, no hayan ya cuestionado las distintas formas que tiene el cine (o lo que es lo mismo, el o la cineasta) de articular un discurso sobre quién es el otro, cómo se define y cómo puede ser representado. Ya se ha hablado en este foro, y en otros muchos, del giro imprescindibles que supuso el trabajo de Lévy Strauss y sus tristezas tropicales para poder repensar la disciplina antropológica, y hasta el psicoanálisis, y sentar un importante precedente para los estudios post y de-coloniales. Ya sé que el cine antropológico contemporáneo, en muchos casos, se ha planteado todas estas cuestiones incómodas hasta subvertir las relaciones de poder entre objeto y sujeto de la imagen.

Lo sé, todo esto se ha explicado, glosado y analizado, en otros lugares mejor y más pertinentemente de lo que yo pueda hacerlo aquí. Miguel me lo ha recordado y tiene razón, no se puede generalizar, no todo el cine con algún tipo de ambición antropológica está tan ciego, o es tan idiota como para no asumir los complejos problemas que implican cualquier encuentro con un “otro”, tanto en el documental como en la ficción, y también sé que hay una línea de trabajo reciente en la que el supuesto “antropólogo es más una especie de traductor, intérprete o passeur”, como diría Daney. Miguel me ha recordado esto, y seguramente tiene razón, pero aún sabiéndolo, siempre me queda esa resistencia íntima para entender de qué hablamos cuando hablamos del otro, qué significa ir a su encuentro, problematizarlo, o incluso dialogar con él. Y esto, ya lo sé, es un problema estrictamente personal, que sólo tiene que ver con mi incapacidad para definirme como una identidad propia, invariable y separada del resto del mundo.

2. Sabotaje segundo:  la voz del otro

La voz ha sido seguramente, uno de los elementos más complejos y contradictorios a lo largo de la historia de una posible práctica cinemato-antropológica. Seguramente porque el origen de la misma está íntimamente ligado al de la investigación científica, y más concretamente, a esa empresa inabarcable ya mencionada, que es la de “abordar el estudio del otro”. Pero ¿quién es ese otro? ¿En qué lenguaje invita (u obliga) el cine a expresarse, a esa otredad? Y sobre todo ¿Quién es él / la cineasta para arrogarse el poder de dar la voz?

El concepto de cine como ese dispositivo que permite crear un espacio para dar la voz al otro (sobre todo dentro de la márgenes de eso que se ha llamado cine documental, tan íntimamente ligado a una hipotética práctica antropológica), es sin duda, uno de los conceptos más complejos y polémicos que han atravesado toda su historia. No soy tan insensata como para intentar resolver aquí, una cuestión que lleva décadas siendo discutida (como explicaba más arriba), o sobre si es pertinente, o acaso posible, “dar la voz” al otro (que es siempre el presumido oprimido, el que no disfruta de espacios o poder para poder expresarse), pero sí soy lo suficiente temeraria, como para mostrar mi profundo desacuerdo, con esta idea de que el cine podría servir para dar la voz a nadie, que no sea el/la cineasta que asume la responsabilidad de construir un discurso con su película.

Decía Godard a propósito de su película Ici et ailleurs (1976), que esta idea de que el cine puede servir como instrumento para dar la voz es una pura falacia. Porque aún en el mejor de los casos, de las intenciones, y de los contextos, estaríamos obligando a ese otro a expresarse en una lengua que no le pertenece, o que quizá no es la que habría elegido: la del discurso cinematográfico. ¿Si ese hipotético otro, soñado por la buena conciencia política occidental decidiera hablar, lo haría a través de una película, o de un dispositivo audiovisual? ¿Y si así fuera, tendría que hacerlo en el espacio de un discurso firmado por otra persona? ¿Decidiría que su voz se convirtiera en materia fílmica?

Este debate infinito y extremadamente complejo, sobre la construcción de un discurso que articule la voz ajena, y que incluso, se arrogue el derecho de representar la otredad, fue excelsamente formulado por Gayatri Spivak en su texto seminal, Can the Subaltern Speak (1985). En él, la filósofa y crítica de la literatura, se preguntaba sobre las posibilidades que, en su opinión, tiene una persona situada en uno de los últimos escalafones del poder social y cultural de expresarse, de utilizar su capacidad de habla (el texto está basado en el ejemplo de una campesina india analfabeta). Según Spivak, las condiciones de subalternidad inherentes a esta persona, no la privan de su capacidad de habla, pero sí del alcance de su discurso. ¿Tendría la subalterna de un poder patriarcal y colonial, para poder ser escuchada, que expresarse, en la lengua del colonizador? ¿Tendría que asumir un tipo de espacio discursivo concreto para poder pasar de ser subalterna a ser sujeto político? ¿Tendría alguna repercusión su discurso, o por el contrario, debería asumir que otra persona representara su voz para poder existir? En definitiva ¿Es posible esta representación? Por todas estas cuestiones, que resumo aquí muy rápidamente, podríamos preguntarnos ¿puede una subalterna, en su condición de mujer, pobre, analfabeta y colonizada, hablar en un sentido político, aunque pueda hacerlo en un sentido físico? Como explicaba Spivak, el problema no estriba en la capacidad de habla, sino en los medios, el lenguaje, la circulación de esa posible palabra e incluso, el horizonte de deseo que él/la subalterna pueda evocar, cuando no controla los elementos del discurso en el que se le pide que hable. Desde este punto de vista ¿qué sentido tendría pedirle al otro que hable en nuestro lenguaje audiovisual? ¿Estaríamos así supliendo esa presumida distancia cultural y humana, que nos separa a cada uno de nosotros con esa, ya mencionada, imposible otredad?

Si trasladamos estas interrogantes a la cuestión de un posible cine antropológico, quizá la respuesta no estaría muy alejada de la que da Spivak. Por eso pienso que el cine no puede dar la voz, ni representar, ni a caso dialogar con ese masa informe que es el otro, formulada siempre desde nuestra propia subjetividad, por muy cargada de buenas intenciones que ésta esté. Quizá por eso, sólo soy capaz de creer en las imágenes que asumen esta falla del sistema como algo inherente al discurso. Quizá por eso, sólo puedo creer en las películas que admiten la subjetividad como instrumento estético y político, y que se alejan de cualquier intento samaritano de dar la voz.

Y me acuerdo ahora de una película que es para mí primero un sonido, una cadencia rasgada, una voz estremecedora, un susurro…todo eso, antes que una imagen. Se trata de La casa es negra, de Forugh Farrokhzad, una obra no por casualidad escrita y dirigida por una poeta. Farrokhaz se adentra en 1962, en una leprosería iraní para hacer una película sobre el tabú último de nuestras sociedades: la enfermedad (¡el contagio!)

Cierro los ojos y me cuesta recordar las imágenes, aunque sé que las he visto, lo juro, y sé también que son sublimes, y que están guardadas en algún lugar secreto de mi cerebro. Pero esta noche sólo puedo escuchar la voz desgarrada de Forugh, que no ilustra ni explica esas imágenes, sólo las acaricia, inventando una forma de belleza mística, delineando un espacio que no está en el contenido de sus palabras ni en lo que registra cada plano, sino en el hueco infinito que se crea entre su voz y esas imágenes. En ese lugar informe e ilimitado, en el que podemos imaginar una legión de voces subalternas (las de los cuerpos no normativos, las de los enfermos, las de las mujeres y los pobres, las de los portadores de un virus contagioso) que no, nunca estuvieron calladas, sino susurrando en los pliegues de la historia. Así recuerdo ahora esa casa negra de Forugh, que no es una película, sino un poema. Otra voz que grita en medio de la noche.

3. El carácter performativo de la voz. Su repetición infinita

Las voces no sólo han irrumpido. No sólo se han instalado para desplazar cualquier intento de pensamiento ordenado. También se repiten, y esto es seguramente, lo más inquietante de todo. Hoy no sólo es la voz, esa materia incandescente, sino su repetición infinita, su invitación a integrar una vibración colectiva.

Pienso ahora en las letanías a la virgen y en los rezos comunitarios en la iglesia que tanto he practicado, y tanto me han servido y me sirven, para intentar desaprender qué significa eso de tener una conciencia propia, individual y separada de un organismo infinito que son todos los demás. Los que vinieron antes y los que quizá, vendrán después. Estar en la iglesia el día en que las campanas tocan a muerto, y repetir una oración nunca leída, nunca escrita, nunca enseñada pero que todos conocemos de memoria (¿la memoria de quién? esto es otro misterio). Pronunciar el rezo por el simple y necesario placer de compartir la voz de los demás, su vibración colectiva. Repetir cada fonema, cada sonido, acumular el aire en la garganta y dejarlo salir, sentir la liberación extrema de hablar sin decir nada, de formar parte de un movimiento mayor, de un temblor que no tiene principio ni fin. Cerrar los ojos, imaginar el trance, sentir la excitación de ese estado sin imágenes, sin significado. Practicar la voz como parte de una repetición infinita, sólo como instrumento físico liberado de significado.

La repetición de la voz como elemento performativo en el cine podría parecer ser un poco a esto. Podríamos incluso imaginar una práctica de la voz cinematográfica,  no como discurso narrativo o didáctico, sino sólo como performance, como acción, reproduciendo las mismas circunstancias de unas letanías a la virgen, o de un rezo el día de los muertos. Podríamos incluso pensar en algún ejemplo concreto, o quizá, sólo en una voz performativa y repetitiva que se disemina a lo largo de toda una obra, como la de Chantal Akerman. Una voz diversa, también rasgada, cansada a veces, entusiasta y cómica otras, desdoblada entre su propia subjetividad, y la ambición por integrar la historia colectiva de un pueblo -el judío- que nunca llegó a integrar verdaderamente. Ahora sólo escucho su voz, y me digo que quiero escucharla más, que quiero escucharla en bucle, siempre y aleatoriamente, desde la voz que pronuncia ese título imposible Je, tu, il, elle (1974) hasta la voz metalizada por el skype de No home movie (2016), y volver de nuevo y siempre a la voz desplazada del exilio en News From Home (1977) o la que no se escucha pero se imagina en Ma mère rit (2013)[3]. La voz de Akerman como un instrumento para pensar el desplazamiento constante, el malestar, la herida. Akerman como una voz que araña el vientre, y que escapa a cualquier tipo de análisis literario. La voz, como una repetición infinita, vaciada de sentido.

4. La lengua extranjera

Uno de los elementos más importante para formular el complot, ya lo he dicho, es el de la dificultad de definir la voz. Según el diccionario de la R.A.E. voz significa 17 cosas distintas :

      1. f. Sonido producido por la vibración de las cuerdas vocales.
      2. f. Calidad, timbre o intensidad de la voz.
      3. f. Sonido que forman algunas cosas inanimadas, heridas del viento o hiriendo en él.
      4. f. Grito, voz esforzada y levantada. U. m. en pl.
      5. f. Palabra o vocablo.
      6. f. Músico que canta.
      7. f. Autoridad o fuerza que reciben las cosas por el dicho u opinión común.
      8. f. Poder, facultad, derecho para hacer alguien, en su nombre, o en el de otro, lo conveniente.
      9. f. Parecer o dictamen que alguien da en una junta sobre un punto o elección de una persona, voto o sufragio.
      10. f. Facultad de hablar, aunque no de votar, en una asamblea.
      11. f. Opinión, fama, rumor.
      12. f. Motivo o pretexto público.
      13. f. Precepto o mandato del superior.
      14. f. Gram. Manifestación morfológica o sintáctica de la diátesis.
      15. f. Mús. Sonido particular o tono correspondiente a las notas y claves, en la voz de quien canta o en los instrumentos.
      16. f. Mús. Cada una de las líneas melódicas que forman una composición polifónica. Fuga a cuatro voces.
      17. f. germ. consuelo

Y pese a sus 17 acepciones, sigo preguntándome qué es una voz, cuál es su significado íntimo. ¿Es la voz la expresión de una facultad cognitiva? ¿Es una experiencia puramente física? ¿Sensual? ¿Es la voz una caricia, o la formulación de un sistema lingüístico? ¿Es ese grito que ha irrumpido en medio de la noche una voz aunque no emita ninguna palabra? ¿Puede ser la voz una imagen cuando todo afuera está oscuro, y adentro sólo se adivina la huella de algo que ya no existe? La dificultad de definir la voz no es solo lingüística, sino filosófica, hereditaria, y profundamente íntima. Y por todo ello, fascinante. Quizá por eso dicen que la voz es lo primero que se olvida de un muerto, pero es mentira. Ahora sé que es mentira.

La definición del concepto de voz, es acaso tan compleja y espinosa como la posibilidad de pensar un cine antropológico. Y quizá ésta sería una razón suficiente para desplazar la formulación de la pregunta inicial. ¿Y si en lugar de interrogarnos sobre la posibilidad o imposibilidad de un cine antropológico, nos preocupáramos por la posibilidad de una voz dentro del dispositivo cinematográfico? ¿Y si nos preocupáramos más bien, por pensar qué significa, a quién apela, o qué gesto político describe este grito milenario lanzado hace 30000 años, y perdido desde entonces? ¿Sería posible pensar en una arqueología de la voz en este contexto, que cuestione los discursos aprendidos sobre quién habla, quién responde, quién otorga un lugar, y sobre todo, qué lenguaje se impone a todo aquél o aquella que se encuentra inserta en el espacio fílmico?

La voz extranjera

Si fuera así, si de verdad consagrara las noches que me quedan a trabajar sobre una arqueología de este grito en el cine, seguramente empezaría por trazar el camino de la voz extranjera. De la voz como vehículo de una lengua ajena, como elemento alienante, como una partícula extraña dentro del propio cuerpo. O lo que es lo mismo: la voz como virus. Si así fuera, seguramente empezaría ese mapa imposible explorando lo que sucede cuando se asume que un elemento extranjero se inocula en tu garganta, en tu cerebro o en tu forma de pensar el mundo. Seguramente asumiría los términos de Deleuze, y pensaría que acaso sea posible trazar una especie de línea de fuga de nosotros mismos, de nuestros discursos asumidos, que es posible hablar en nuestra propia lengua como un extranjero (“ être dans sa propre langue comme un étranger, tracer pour le langage une sorte de ligne de fuite”[4]) Y a lo mejor así sí, una práctica cinematográfico-antropológica podría existir, si es para dejarnos contaminar, y para asumir que nuestro discurso, sólo tiene sentido como una línea de fuga de nuestra propia subjetividad y convencimiento. Si nos dejamos habitar por una voz extranjera. Si nos dejamos intoxicar.

Sin duda estos serían los primeros pasos del plan. Y quizá después, empezaría por trazar una posible ruta para pensar en una práctica cinematográfica que interrogue los problemas relativos a la humanidad. Algo así como una salida plausible para un cine antropológico, obligado ya para siempre a integrarse en un contexto intoxicado y post humano.

En esta hipotética hoja de ruta, la única consigna sería la de hablar con una voz extranjera, la de asumir la voz como elemento contaminante, o la de ser programada por un software desconocido que nos obligue a interrogar nuestra propia construcción subjetiva. Seguramente entonces, intentaría explicarme en términos de Paul B. Preciado, recordando uno de sus textos, ése en el que relata las transformaciones de la voz en un momento de su transición:  “Estoy acostumbrándome a mi nueva voz. La administración de testosterona hace que las cuerdas vocales crezcan y se engrosen, produciendo un timbre más grave. Esta voz surge como un máscara de aire que viene de dentro. Siento una vibración que se propaga en mi garganta como si fuera una grabación que sale a través de mi boca transformándola en un megáfono de lo extraño. Yo no me reconozco. Pero, ¿qué quiere decir “yo” en esta frase?” Y seguiría con eso que dice más tarde en el mismo texto “Cada mañana, el tono de la primera palabra pronunciada es un enigma. La voz que habla a través de mi cuerpo no se acuerda de sí misma. Tampoco el rostro mutante puede servir como un lugar estable para que la voz busque un territorio de identificación. Esa voz cambiante no es ni simplemente una ni simplemente masculina. Por el contrario, declina la subjetividad en plural: no dice yo, dice somos el viaje. Quizás sea eso lo que quede del yo occidental y de su absurda pretensión de autonomía individual: ser el lugar en el que se deshace y rehace la voz…”[5]

Y quizá así, reinventando una manera de practicar los usos de la voz, intentando redefinir qué significa yo y el otro en cualquier discurso, practicando nuestra capacidad para despojarnos de la identidad aprendida, intentando interrogar el eco de las voces repetidas demasiadas veces, forzando los límites de nuestra propia voz, asumiendo la contaminación como parte inherente de nuestra expresión, y sólo así, podríamos aventurarnos hacia una práctica cinematográfica post-antropológica. Como esa subjetividad en movimiento a la que alude Preciado en su texto cuando habla de la palabra pronunciada como enigma, ésa que no dice yo, sino somos el viaje.

Pero esto sólo sería si de verdad llevara a cabo este inútil complot teórico, propuesto al principio de este texto. Si pronunciara hasta el final la letanía. Si se produjera la magia del conjuro. Y por ahora, nada de esto ha sucedido. Sólo hay oscuridad, deseos, y una voz antigua de 30000 años, cuyo eco resuena en medio de la noche.

 

Notas

[1] Agradezco desde aquí las lecturas y consejos de Miguel Armas, siempre disponible en medio de la noche y del caos para leer mis delirios.

[2] Soy consciente de los problemas inherentes que puede acarrear la utilización de este concepto, tanto desde un punto de vista epistemológico como de género. Utilizaré aquí el término otro como categoría histórica que ha atravesado los estudios tanto de antropología como de etnografía o cine, teniendo en cuenta que este término resume de manera rápida y poco eficaz a cualquier entidad que no corresponde con el del sujeto occidental heteronormativo. Entiéndase pues la utilización de este término desde esa perspectiva, sabiendo que en él agruparía también a la otra, a los otres, otrxs y ta toda aquella entidad que se ha quedado separada del punto de vista occidental dominante. Asumo el riesgo aunque no quiero dejar de señalar que he sopesado mucho la posibilidad de cambiarlo por el término otredad, pero me parecía que de esta manera habría perdido su carga histórica

[3]  Mi madre se ríe, editado en castellano por 8 mm en 2019

[4] Gilles Deleuze, en “Sur et sous la communication (Godard-Mieville). Trois questions sur « Six fois deux »” recogido en http://derives.tv/sur-et-sous-la-communication/. Última consulta el 16/04/2020

[5] «Cambiar de voz» pag. 169, en Un apartamento en Urano. Ed. Anagrama, Barcelona, 2019

Elena López Riera es doctora en Comunicación audiovisual, cineasta, programadora y docente. Sus trabajos han sido expuestos en festivales como Cannes, Locarno, San Sebastián, Cinéma du réel, Vila do Conde, Hiroshima, Fidocs, Cali o Rekjiavik, y en centros de arte como el PS1 MOMA de Nueva York. Su último cortometraje, Los que desean , ha sido distinguido con el Pardino de oro de Locarno, el gran premio de Zinebi y Vila do Conde y también ha sido nominado a los European Film Awards.

Como programadora, ha trabajado para el festival Entrevues de Belfort, el festival Europeo de Sevilla y el festival Visions du réel, donde actualmente forma parte del comité de selección. Ha enseñado en las Universidades de Ginebra, Valencia y Carlos III (Madrid), también ha participado como ponente en el seminario internacional de Tabakalera (San Sebastián), en el Museo de Arte Universitario de México (México DF) o ArtBo (Bogotá, Colombia) o Territorios y fronteras (Universidad del País Vasco, Bilbao).

En estos momentos escribe su primer largometraje, El agua y enseña en la HEAD (Haute école d’art et design) en Ginebra (Suiza) y es programadora en el festival Visions du réel.

elenalopezriera.com