La palabra frente a la oscuridad, un prólogo para Puta Mina. Daniel Bernabé.

Noviembre 2018

¿Cómo contar lo que no nos pertenece, lo que no conocemos, aquello que se oculta bajo la tierra? ¿Cómo hablar de un territorio vinculado a un trabajo o de un trabajo que sólo se da en un determinado territorio? ¿Cómo narrar a una comunidad, a un colectivo de personas cuyas vidas han girado alrededor de una profesión, de una compañía, de un concepto casi mítico de clase social? Construyendo un grupo donde las palabras y las imágenes encuentren un impulso y un cobijo.

El Laboratorio de Antropología Audiovisual y Experimental, Laav_, del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León, comenzó en 2016 un proyecto en torno al encierro indefinido de los mineros del Pozo Aurelio, en la localidad de Ciñera. El objetivo era documentar lo que sería la última de las protestas antes de su cierre. Aquel inicio acabó cristalizando en Puta mina, no tan sólo un documental sobre la minería, sino un proyecto para que la voz de una comunidad que ha carecido de ella se escuchara a través de las mujeres de la mina, piedra angular de esa clase y territorio.

Puta mina es cine y como tal se ve. Su metraje, de alrededor de una hora, fue registrado por los propios mineros de la cuenca Ciñera-Matallana en coordinación con el Laav_ en el contexto del desmantelamiento de las instalaciones de la Hullera Vasco-Leonesa. Las imágenes siempre avanzan en pantalla, al paso cauto de los protagonistas por los túneles y galerías, al principio amplios e iluminados, al final oscuros y húmedos, casi inundados. Hay momentos en que todo adquiere una dimensión propia, haciendo olvidar al espectador que ahí afuera existe el cielo, el aire limpio, el verde sobre las montañas.

Pero Puta mina también se escucha. Los diálogos no son la creación ocurrente de un grupo de guionistas, sino el fruto de las conversaciones entre un grupo de mineras que nunca han bajado allí dentro y que, sin embargo, parece que hubieran recorrido el intrincado laberinto subterráneo en más de una ocasión. Y es aquí cuando la película, el documental, deja de ser cine para convertirse en investigación e incluso en testimonio de un mundo que está a punto de desaparecer, al menos tal y como ha sido conocido hasta ahora. Lo conmovedor, en el sentido más estricto y menos sentimental de la palabra, es que las protagonistas son conocedoras de este destino desde la primera frase.

La Hullera Vasco-Leonesa, que aquí aparece casi siempre como la Compañía, fue fundada en Bilbao en 1893, con el objeto de alimentar con el carbón leonés a la siderurgia vasca. A juzgar por las noticias en prensa de septiembre de 2018 cerrará sus puertas a final del presente año, 125 después de su apertura. Tan sólo quedan trabajando en la empresa 68 empleados. El sector de la minería en España llegó a emplear a más de cien mil personas en las décadas de los cincuenta y sesenta. A principios del siglo XXI quedaban todavía algo menos de veinte mil. Hoy, entre Asturias, León, Palencia, Teruel y Ciudad Real no llegan a los tres mil cotizantes en el régimen específico de la Seguridad Social.

Miramos a la pantalla. La jaula comienza el descenso, que a ojos de un profano parece infinito. Los metales crujen, los ecos del motor se oyen cada vez más lejanos, la luz de la lámpara de los cascos recorre una superficie en movimiento que se detiene bruscamente. Hemos llegado. Se abren las puertas. Los mineros comienzan su camino. Las mujeres del carbón su diálogo.

Aunque existe alguna foto de las grabaciones, en una de esas oficinas que tienen las asociaciones vecinales o los sindicatos, llenas de archivadores, con comunicados en hojas de fotocopia sobre un corcho en la pared, es fácil imaginar que se produjeron en la intimidad de algún hogar. Si en el buen cine de ficción nunca se debe ver la cámara, en el sentido de que el espectador debe olvidar que aquello es un engaño consentido, en el buen cine documental, que pretende retratar una realidad, no emularla o imaginarla, se agradece que el trabajo de preparación y montaje permita opacarse a sí mismo. Se diría, escuchando Puta Mina, que no había micrófonos y que esa oficina es un comedor de alguna de las casas de Ciñera, quizás la cocina, donde se toma el café mientras que la luz gris del norte se cuela a través de los visillos.

En los primeros compases de la conversación estas mujeres no hablan de sí mismas: como protagonistas no protagónicas ceden su palabra a lo que vemos, a lo que ocurre en la indómita tierra excavada. Ratas que roban bocadillos, agua helada filtrándose por la roca, un 19% de oxígeno en el aire. Mirar siempre de frente, soportar hernias y dolores que son más agudos en los días de descanso, cuando el cuerpo se enfría. Siento que yo estuviera allí trabajando, dice una de ellas, en algo que parece que es más que empatía, que consiste en cargar con un peso compartido por convicción y necesidad.

Una de las características de esta cinta es que no conocemos ni los nombres ni las caras de las mujeres que conversan. Vamos identificándolas poco a poco, según avanza la conversación, por sus voces, por sus tonos, por sus historias. Desde una chica de 21 años hasta una mujer de 60, desde aquellas que tienen todavía conexión con el tiempo que se ha ido hasta las que aún tienen más futuro por temer que historia por recordar. Ciñera hervía de gente, dice una que rememora su época de auge. Hoy se intuye una pausada incertidumbre en sus calles. Todo un (eco)sistema social que desaparece.

Las imágenes pasan de una galería iluminada, de techos altos, a un túnel que va siendo cada vez más estrecho. Las paredes son negras. Se comen la luz.

Surge la palabra. Accidente. Una de esos vocablos que se evitan, que se miran de reojo pero que para esta comunidad siempre está ahí. Veintiocho de octubre de 2013, Pozo Emilio del Valle, Santa Lucía de Gordón. Un escape de grisú mata a seis mineros. El gas se escapa de forma tan súbita que acaba con el oxígeno del corredor, nadie tiene tiempo de colocarse los autorrescatadores, máscaras de protección, para poder sobrevivir. La prensa recoge la imagen de una mujer llorando, gafas negras, mano a la boca para tapar su gesto de dolor. Los que apenas un año antes, en la última Marcha Negra a Madrid, calificaron a los mineros de privilegiados, callan.

Ellas comentan que desde pequeñas, desde que iban al colegio, desde que veían llegar a sus padres o hermanos tiznados de hollín, temían el sonido de la sirena. De esa sirena de urgencia y alerta. Temían la mirada del profesor que buscaba a una alumna, como en una rifa siniestra, para apartarla de los juegos, de su cotidianeidad. Una que se rompía a las pocas horas para todos, jóvenes y viejos, hombre y mujeres, todos vecinos, para arropar a los familiares de los fallecidos aquel día. Estremece hasta un atisbo de descripción mágica pero que en su narración, en su paraje, suena absolutamente verosímil: el día antes de suceder una tragedia había un silencio sobrenatural en el ambiente.

La cámara, con los colores alterados por la luz fantasmal de las lámparas, nos enseña unos hongos que crecen al lado de una vía, como peces abisales de las profundidades terrestres.

Tu función en esta vida es ser la mujer de un minero, por eso tampoco pasa nada si no te esfuerzas demasiado en la escuela, cuenta una de ellas que les decían los maestros a mediados de los años ochenta, hace apenas tres décadas. Las mujeres de esta película hablan sobre el machismo, sobre cómo su entorno lo justificaba debido a las especiales condiciones de dureza del trabajo de los hombres. Pero hablan con la cautela de quien quiere cambiar las cosas sin hacer daño a la que entienden como una comunidad amenazada.

Su conversación no va tan encaminada a cargar la culpa sobre la espalda de sus padres o maridos sino en reivindicar su trabajo, eso que se ha dado en llamar cuidados, aquel aforismo que venía a decir que para que el fuego en la fábrica se encendiera tenía que estar encendida antes la chimenea en el hogar. La cuestión es la invisibilidad de esa labor imprescindible para el funcionamiento de cualquier modelo socioeconómico: la reproducción de la fuerza de trabajo, su manutención, la gestión de la economía familiar, la atención a los enfermos o mayores. Cosas que sucedían con la naturalidad y la abnegación de las tormentas. Hasta que un día las proletarias de lo doméstico decidieron ponerle voz.

Un tubo metálico, con un potente ventilador, lleva el oxígeno a cientos de metros por debajo de la superficie. Es un ruido infernal, pero sin él cualquier humano perecería. Nuestra vista se detiene en el artilugio por unos segundos, recordándonos quizá que pendemos de un hilo, de un simple fallo mecánico.

El trabajo de cuidados pasaba desapercibido para todos menos, paradójicamente, para la Compañía. Los empresarios, por una cuestión de rentabilidad, sabían que debían dar a sus trabajadores, pero también a sus familias, unas condiciones algo mejores que las de la media para que nadie tirara la toalla a los pocos meses. Las más mayores rememoran cuando la Vasco entregaba una casa con el puesto de trabajo. Las de mediana edad cuentan cómo las políticas municipales públicas eran casi inexistentes porque, desde la piscina o el economato hasta el campo de fútbol todo era suministrado por la empresa. Una jaula de oro, dice alguna.

Tú, cuando tienes ganado le cuidas, responde otra. Planteando una de las mayores contradicciones que pone encima de la mesa la cinta: como todas odian de una u otra forma a la mina, por todo lo que les ha arrebatado, por dejar a sus maridos prematuramente envejecidos en apenas dos décadas de trabajo. Pero también como esa Puta mina les dió una comunidad, una razón de ser como grupo, un orgullo de clase trabajadora. Es un sentimiento de rechazo y afinidad, con riesgo de convertirse en nostalgia por el fin, forzado, del sector en el país.

La agonía de la minería es la agonía de las cuencas, de unos valles que fueron florecientes y ahora están social y económicamente devastados. En 2016 de las veinte millones de toneladas de carbón consumidas en el país, fundamentalmente por las eléctricas, sólo tres eran carbón nacional. No es una cuestión de contemporaneidad o ecología, sino de eso llamado competitividad en términos neoliberales, o acracia económica en términos humanos. Es preferible importar carbón de otros países porque es más barato, es decir, en su extracción los derechos laborales brillan por su ausencia.

El fin de la minería en España, además, debe ser contextualizado dentro del proceso de desindustrialización general al que ha sido sometido el país desde su entrada en la Unión Europea. Lo que se vendió informativamente como una modernización de nuestra economía a los cánones del mercado no fue más que la adecuación del país para ser la periferia de una unión monetaria comandada por Alemania. A cambio de unos cuantos fondos, propinas a largo plazo, se selló el fin de la soberanía económica española. Y de paso se acabó con los batallones pesados del proletariado, esos que hacían temblar los cimientos del orden cuando se ponían en marcha.

La solidaridad se fue perdiendo con las prejubilaciones, el espíritu y valores de clase obrera, dice una de ellas. Sorprende ver cómo en 2018, en el momento de mayor fascinación con lo aspiracional, donde todo el mundo parece identificarse con esa fantasmagoría llamada clase media, estas mujeres manejen con soltura determinado lenguaje y análisis, que ya ni siquiera es tenido en cuenta por los líderes de la izquierda institucional, más preocupados por esa construcción llamada gente o esa categoría legal llamada ciudadanía que por los trabajadores. Sorprende menos si recordamos que la identidad surge de alguna parte y que, allí donde la conexión con el conflicto entre el capital y el trabajo es aún intensa, es de lo más normal saber quién eres, por encima del turbio brillo de la publicidad y las tendencias.

El conflicto presente en esta película es el de modernidad contra posmodernidad, el de orden contra caos, el de beneficio contra codicia. La contradicción que estas mujeres expresan es la que afecta al tardo-capitalismo, esa que está poniendo en peligro la democracia liberal por un exceso de desregulación, esa que acogotó a los líderes políticos y económicos del mundo allá por 2008, cuando Lehman cayó como un castillo de naipes. En la antigua minería existía una explotación consustancial al sistema económico, pero al menos había seguridad existencial, certezas, horizonte. Hoy todo es indeterminado, hoy todo está lleno de incertidumbre. No hay un mañana al que agarrarse.

En la pantalla vemos unas escaleras que conducen hacia la boca del lobo. Uno de los mineros toca la madera que apuntala las paredes del descendente túnel, casi un tobogán. Esta se resquebraja. Estremecimiento.

Ciñera es un personaje más en el documental, como uno de esos tíos ya ancianos de los que se hablan maravillas mientras dormitan en el cuarto de al lado viendo la tele, bajo una manta. Las mujeres recuerdan su rica vida cultural hace un par de décadas, de cómo se percibían diferentes a sus familiares y amigas de otras partes de la provincia. De cómo alguna volvía de la discoteca con un par de libros de filosofía bajo el brazo. En todas ellas se percibe su condición social, pero también una brillantez por encima de la media, un producto de una micro-sociedad diferente.

Si el machismo o los accidentes eran temas donde la conversación sabía que pisaba terrenos cenagosos, la proliferación del alcoholismo y la drogadicción es otro asunto sobre el que las palabras se construyen cuidadosas. Si la botella era el estupefaciente admitido, que acabó con algunos anclados a la taberna, las drogas duras hicieron su aparición en esta comunidad desde fuera. Paradójicamente, los hijos que se mandaron a estudiar fuera, en los ochenta, buscando un futuro más cómodo, volvieron enganchados a una lacra que arrasaba los barrios de clase trabajadora de media España.

Unas máquinas reposan en una galería, abiertas, oxidadas. Desconocemos su función, no que jamás van a poder volver a cumplirla. Un cartel escrito a mano: Liquidación por reforma, se venden cartuchos. Evidentemente irónico. Evidentemente real.

Las mujeres hablan sobre la última derrota, sobre cómo les han ido dividiendo, por provincias, por regiones, por cuencas. Sobre las dudas en cómo actuaron las cúpulas sindicales. Sobre la certeza de que la empresa, que decía estar de su lado en la lucha contra el cierre, tenía una agenda oculta desde el primer momento: toma el dinero y corre. Pero también recuerdan la lucha con orgullo, la represión violenta, cómo les cortaban el teléfono o internet. Y es aquí cuando sus voces se llenan de orgullo y rabia. Nunca ninguna lucha librada se pierde del todo. Afirman que la vinculación entre las mujeres del carbón, sean de donde sean, permanece, más incluso que entre los mineros.

La cámara enfoca a un cartel también escrito a mano: esto se hunde.

Hay un último acto. Mientras que la jaula vuelve a ascender a la superficie estas mujeres se permiten hablar de todos nosotros, de todas nosotras. De cómo su situación no es más que una amplificación de lo que ha ido sucediendo por todo el país. De que posiblemente la diferencia es que en sus comunidades ha habido conflicto por la unión, la conciencia, la resistencia, mientras que en la mayoría de lugares la apisonadora neoliberal ha arrasado los territorios sin mayor problema. Todo lo que hemos perdido, de sangre, de lucha, de nuestros padres y abuelos, dice una de ellas.

Salimos de nuevo a la superficie. La derrota de los hechos contra el optimismo de la voluntad.

Nosotras somos las que tenemos que hacer los cambios, dice una de las últimas voces femeninas de Puta mina. Hacer los cambios, como quien excava túneles y galerías. Hacer la historia, como quien recuerda aún ese tiempo en el que había horizontes y guías, ese tiempo del que esta película es un epílogo.

Pero también un comienzo.


Daniel Bernabé (Madrid 1980) es diplomado en Trabajo Social, aunque desde hace unos años trabaja lo más cerca que puede, o le dejan, del mundo de la literatura o el periodismo. Ha sido librero casi diez años en Madrid, pero actualmente escribe columnas, reportajes y crónicas para diferentes medios de comunicación. Ha hecho radio en el Estado Mental. Ha publicado dos libros de relatos, De Derrotas y Victorias (2011) y Trayecto en noche cerrada (2014) así como La trampa de la diversidad, uno de los ensayos más comentados de 2018. En 2017 firmó el prólogo de GB84, un asfixiante texto de David Peace sobre las protestas mineras en la Gran Bretaña de Thatcher.