Estéticas en movimiento y la imagen vulnerable. Marina Riera Retamero

Septiembre 2022

Atreverse a dar forma al presente escrito plantea un desafío en tanto que se enmarca en la premisa de una (presunta) imposibilidad, la misma que nos sugiere el título de este generoso archivo colectivo del que me ilusiona formar parte: la de un cine antropológico. Si bien durante los últimos años he merodeado en este interrogante, sería más honesto situar el campo de intereses y de praxis que preñaron mi investigación doctoral (que constituye mi proceso de investigación más reciente) en torno a otra (presunta) imposibilidad: la de una relación entre el ámbito de los movimientos sociales —y, más concretamente, de las luchas por la libre movilidad y contra los dispositivos de control migratorio en las fronteras europeas— y la creación de un lenguaje audiovisual no representacional. Me atrevería a decir, sin embargo, que ambas imposibilidades tienen algo en común: nos confrontan, sobre todo a las personas que hemos sido formadas en la academia eurocentrada, con el legado colonial y patriarcal que ha marcado las coordenadas que típicamente han definido la antropología, el cine, la representación y la forma en que sostenemos las imágenes con nuestras interpretaciones y modos de ver. Bosquejé en esta idea a la luz de distintes acompañantes epistémiques y experimentales, pero sobre todo al calor de La Barraca Transfronteriza, un colectivo de cine independiente y ambulante cuya praxis y modos de funcionamiento alentaron el trazado de la indagación. La Barraca, como tantas otras iniciativas migrantes de movilización y creación en el presente, trata, con no poco esfuerzo, de traicionar las representaciones en las que la cartografía colonial inscribe a los sujetos racializados y marcados por lo que en Europa a menudo hemos llamado la Otredad. No por un acaso infiero en el «con no poco esfuerzo», puesto que el cine, la creación audiovisual y las prácticas de representación, estéticas, discursivas o de articulación, como las prácticas artísticas, aunque bienintencionadas —o no, tampoco importa demasiado—, nos han dejado un poso imposible de ignorar, que nos observa y nos interpela impasible y paciente. No es la intención de este escrito mapear una genealogía histórica de la relación entre cine y antropología —ello desarticularía las múltiples posibilidades que nos ofrece este espacio—, pero me detendré en cinco momentos que nos llevarán de la mano a transitar de manera situada por algunas consideraciones alrededor de las nociones de movimiento y vulnerabilidad que han removido mi proceso de indagación y formación como investigadora.

I

En el momento en que aparece el cinematógrafo a finales del siglo XIX, los científicos y los investigadores europeos (en masculino) que trabajaban en el campo de la biología y la antropología vieron en este medio una herramienta que cumplía con las expectativas de la filosofía positivista, que postulaba la existencia de una realidad ulterior e independiente a la mirada de la persona investigadora. El cinematógrafo permitiría, entonces, captar de manera fidedigna ese presunto mundo exterior y parecía satisfacer la obsesión del realismo (Bazin, 2001), en el caso de las artes, y de la empiria, en el caso de las ciencias. Zurián y Hernández (2001) lo expresa así:

La fotografía obra sobre nosotros como un fenómeno “natural”. Esta naturalidad confiere al cine una credibilidad ausente en cualquier otro tipo de arte, ya que en esta la representación es verdaderamente representación, esto es, hecho presente en el tiempo y en el espacio por una transferencia de realidad de la cosa a su reproducción, algo así como una «realidad verdadera pero irreal» (Zurián y Hernández, 2001, p. 12).

Si bien el discurso positivista celebró la aparición de tales tecnologías de la imagen e inauguró una nueva etapa de control de los cuerpos, de las estéticas, de los discursos y de las representaciones en los contextos de colonización; también supuso, sobre todo a mitades del siglo XX, de la mano de los procesos de emancipación nacional que estaban teniendo lugar en diferentes lugares del Sur Global, la aparición de expresiones y modos de reapropiación que hacían trastabillar la función principal o canónica para la que el dispositivo fílmico había sido diseñado.

II

Durante la década de los sesenta una idea de Tercer Mundo se dibujó de forma más o menos perfilada en el escenario mundial. Esta noción funcionó como propuesta política establecida sobre la confrontación con el imperialismo occidental, absorbiendo así una gran variedad de iniciativas políticas y culturales que vertebraron una red de carácter internacional fundada en la solidaridad entre proyectos de tendencia socialista (Eshun y Gray, 2011; Mestman, 2016). La independencia de Argelia, la victoria vietnamita sobre los franceses, la expansión de los procesos de descolonización africanos y el triunfo de la revolución cubana en 1959 contribuyeron a acuñar una propuesta literalmente tricontinental. En términos culturales, hacia finales de los sesenta la propuesta fue cristalizando en un proyecto político cinematográfico cuyos ejes principales se refieren “al aporte del cine a los procesos de liberación nacional, la «descolonización de las pantallas del Tercer Mundo» y la lucha contra la «alienación cultural»” (Mestman, 2016, p. 76). La propuesta acarreaba, no solo una revolución tricontinental en la política, sino también una revolución estética y narrativa en los modos de hacer cine. Algunas de esas imágenes, hoy convertidas en archivos en resistencia, como ha evidenciado Filipa César en muchos de sus trabajos de investigación artística, constituyeron formas heterodoxas de crear cine y etnografía, simultáneamente, fuera de una convención o sistema académico validado. Se trataría de un cine y de una etnografía situados e irremediablemente vinculados a un proceso político constituyente. Además, estaban producidos por quienes hasta el momento habían ocupado un lugar pasivo frente a la mirada productiva de los antropólogos (y de los artistas) europeos, de lo cual se desprende una tendencia a entender esas imágenes como testimonio, más que como piezas que forman parte de la historia del cine y de la antropología —aunque proponen igualmente modos de articulación, relatos y discursos sobre la vida en común—.  

III

Con estos acontecimientos y transformaciones como telón de fondo y de manera coetánea —y conectada— a la formación de grupos de cine militante en distintos territorios[1] se gestaron las colaboraciones experimentales de Jean Rouch junto a Damouré Zika, Lam Ibrahim Dia y Tallou Mouzourane en Níger. Entre estos proyectos se encuentran las conocidas Jaguar (1954-1967), Moi, un Noir (1958) o Cocorico Monsieur Poulet (1974). Poniendo en marcha una forma de antropología compartida, este tipo de trabajos consistían en la improvisación de narrativas, diálogos, relatos y situaciones que los actores (y co-directores, en el caso de Zika, Dia y Mouzourane) escenifican, inspirándose en sus propias vivencias y experiencias personales y colectivas. Estas producciones fueron conocidas como «etnoficciones» y se caracterizan por el hecho de oscilar entre la etnografía y la fabulación, y por lograr un retrato de las transformaciones del África Occidental, además de un posicionamiento crítico frente al régimen colonial europeo (Bamba, 2009). En este tipo de aproximación, el análisis etnográfico se «performa» (o se escenifica, en caso de Rouch, Zika, Dia y Mouzourane) y trata de indagar no «sobre» sino «con» las personas afectadas, observando y explorando conjuntamente las transformaciones del contexto que se pretende estudiar. El medio fílmico resultaba una herramienta idónea en este sentido porque posibilitaba modos de expresión y de narrativa particulares, donde la ficción sustituye al relato (presuntamente) objetivo del documental o del reportaje etnográfico. La ficción en el cine, tal y como la entiende Jacques Rancière (2005), no es la fantasía que nos evade o se opone a la realidad, sino que constituye un medio para contar esa realidad a través de relatos particulares, si bien no necesariamente biográficos.

IV

Pese a contar con estos antecedentes, que acercaron al cine y a la antropología a formatos con vocación emancipadora en términos culturales, epistémicos y formales, el legado colonial en el presente nos ha llevado a asumir una topografía basada en una serie de distinciones y oposiciones: distinguir entre prácticas «artesanales», «culturales» y «decorativas», por un lado, y «prácticas artísticas», por otro; además de arrastrar las dificultades por desvincularnos de la división entre investigadore/artista e investigade; sujeto del conocimiento y objeto de estudio. Estas categorizaciones, como señala Mar Garcia (2018), se impusieron en sociedades que ya tenían sus propios sistemas de clasificación y en los que lo que en Europa se denominó «arte» no constituía una esfera separada del resto de la vida colectiva. Si bien estas divisiones han perdido parte de su efectividad y vigencia hoy, sí que alimentan un cierto «reparto» —por emplear la terminología de Jacques Rancière (2009)— por lo que a la comprensión espectadora generalizada se refiere. Con ello, les artistas, cineastas, autores y colectivos migrantes o de ascendencia no europea entran a formar parte de un «género» específico a ojos de les espectadores eurocéntriques, si bien muches de elles adoptan las estéticas y las narrativas dominantes en los museos, academias y festivales europeos. Esta mirada etnocéntrica configura un modo de exotismo que constituye, a su vez, una herencia directa del Orientalismo que se popularizó en el mundo del arte durante el Romanticismo y que contribuyó a producir sistemas de representación que deforman, simplifican e idealizan las comunidades, las culturas y las costumbres de las sociedades no europeas a medida para la mirada occidental, tal y como nos sugeriría Edward Said (2006). En la actualidad, les artistas, cineastas y colectivos migrantes y racializades han contribuido a suspender esta división, complejizando el panorama artístico, abriendo nuevos lugares de enunciación e introduciendo otros formatos y narrativas en el escenario de la producción cultural.

Durante la segunda mitad de la década de los 2000, la crítica cultural, videoartista y curadora Mieke Bal dio a este conjunto de movimientos el nombre de «estéticas migratorias» (migratory aesthetics), a partir de una serie de trabajos, películas, exposiciones e investigaciones. El concepto de estéticas migratorias, sin embargo, no se detiene en los contornos del mundo artístico, sino que hace referencia a todos los aspectos de la vida y, especialmente, de la vida colectiva. Bal (2008) considera que las migraciones son transformadoras de las ciudades contemporáneas y que contribuyen a la transformación política y cultural de la vida en común a través, ya no únicamente de la presencia de las personas migrantes en sí, sino de las «huellas» que estas dejan en los territorios y las comunidades por donde pasan. El uso que le da a la noción de «estéticas», por su parte, —la autora desambigua el uso intencionado del plural, puesto que en inglés podría confundirse con la rama filosófica de la estética (aesthetics)— hace referencia a la experiencia sensorial, a aquello que mueve los sentidos (aisthesis).

Para Bal (2008) el concepto de «migrancia» (migrancy)[2] —y todo lo que se deriva de él— ha preñado de nuevos sentidos al cine, a los movimientos artísticos y al pensamiento contemporáneos. Desde finales de los años ochenta, las ciencias sociales y los estudios culturales empezaron a considerar las migraciones como variables irremediablemente necesarias para pensar con sentido las transformaciones contemporáneas. Esto se ha visto reflejado de diferentes maneras en el pensamiento contemporáneo, desde las teorías del desplazamiento, la diáspora, el exilio y el desarraigo; hasta las investigaciones que bosquejan en las ideas de «nomadismo» de la filosofía de Deleuze y Guattari y «cosmopolitismo» de Homi Bhabha, con cierta tendencia a la idealización o la abstracción de las migraciones. En cambio, las estéticas migratorias pretenden, pensar la migración como un paso más allá de las visiones excesivamente negativas, y observan los efectos valiosos de la migración en las sociedades de acogida (la transformación estética a todos los niveles de la experiencia), pero no por eso dejan de prestar atención a la realidad que está detrás de la metáfora, y atienden a los desarrollos reales de la migración. De este modo, se sitúan más allá de la visión puramente victimista, pero también de la reflexión glorificadora. (Hernández, 2020, s/p)

La investigación de Mieke Bal que da forma a la noción «estéticas migratorias» culmina con una exposición colectiva co-comisariada junto a Miguel Ángel Hernández Navarro que llevaría el nombre 2MOVE: Migratory Aesthetics. La exposición fue inaugurada en el año 2007 en la Sala Verónicas y el Centro Párraga de Murcia y ha viajado a Enkhuizen (Holanda), Oslo (Noruega), Belfast y Navan (Irlanda). La muestra reunía trabajos de Mona Hatoum, William Kentridge, Célio

Braga, Ursula Biemann y Angela Sanders, entre otros. Esta muestra constituía un intento de definir y concretar el concepto en el que Bal había empezado a indagar a través de experimentar la intersección de dos formas de movimiento determinadas: el video, por un lado, entendiéndolo como la forma artística que emplea la imagen en movimiento, y la migración y los movimientos sociales, por otro. El movimiento, esencial —si bien no exclusivo— para el medio audiovisual, es también la base de la cultura migratoria. Para ambos comisarios el modo en que el movimiento es desnaturalizado a través de los trabajos fílmicos de los videoartistas viene a demostrar el hilo invisible que existe entre lo fílmico y la cultura migratoria: “thus, movement becomes itself a medium” (Bal, 2008, p. 152).

V

Los relatos mediáticos sobre los movimientos migratorios en el presente han contribuido a la criminalización y la barbarización de los colectivos en tránsito, tomando el marco jurídico como único referencial. Con ello, los medios han producido una representación vacía de la experiencia migratoria y un discurso moral centrado en las preocupaciones que acarrean las consecuencias económicas, sociales y políticas para el país receptor, siempre europeo o del Norte Global. Movidos por la lógica de la emergencia, los medios han generado un testimonio visual que contribuye a formular un sistema de representaciones y una hipervisibilización que define a los sujetos en tránsito migratorio ante la mirada europea y los sitúa inmediatamente en una categoría determinada, bien como peligrosos, bien como víctimas. El relato mediático alrededor de las migraciones contemporáneas se focaliza, a menudo, en la cobertura de las zonas fronterizas entendidas como zonas de conflicto. Esta cobertura mediática epitomiza lo que Mar Binimelis-Adell y Amarela Varela-Huerta (2022) han denominado «el espectáculo de la frontera». Esta visión espectacular de lo fronterizo, herencia directa de una topografía colonial —geopolítica y cultural— provoca emociones fugaces en la comunidad espectadora eurocentrada, que van desde el rechazo y el miedo hasta la conmoción y la compasión, indistintamente. En este sentido, podemos afirmar que, por lo que a la movilidad transnacional se refiere, el marco representacional está adosado al marco jurídico. Sandro Mezzadra (2005) apunta a esta cuestión al formular el concepto «política de fuga», un término que da nombre a aquellas formas de vida y de organización colectiva que escapan a la mirada del poder y se resisten a ser codificadas e identificables y que tanto tiene que ver con el movimiento en sí mismo. Es a la vez una fuga simbólica —en términos de representación— y una fuga material —en términos de ilegalización—. De acuerdo con esta perspectiva, la fuga no es una respuesta desesperada a una situación intolerable, sino que está hecha de acciones e interferencias que subvierten las formas de subjetivación y traicionan las representaciones. Al rechazar la representación, los sujetos en movimiento diseñan y construyen sus propios formatos de organización y de acción al margen de la mirada hegemónica. No obstante, si los colectivos en tránsito han rechazado la representación y sus efectos, cabe preguntarse: ¿puede pensarse un uso del filme — una práctica tradicionalmente adosada, precisamente, a la representación y la visibilización— en sintonía con este rechazo?

Figura 1. Fotogramas extraídos del teaser del proyecto Norda (2021):
https://www.youtube.com/watch?v=reiOkzpnLcY&t=372s&ab_channel=BarrancaTransfronteriza

Podríamos argumentar que sí, siempre y cuando contextualicemos la respuesta en una órbita situada. En los trabajos audiovisuales de La Barraca Transfronteriza, el colectivo de cine independiente formado por personas en tránsito migratorio y otras personas comprometidas con la libre movilidad al que aludía al principio del escrito, distintas estrategias de experimentación formal y narrativa se han activado para repensar el trabajo fílmico fuera de las representaciones preestablecidas. La Barraca, que ha llevado a cabo trabajos fílmicos que ahondan en una relación entre la experiencia migrante colectiva y la ficción, como Les Aventuriers du Désert (2017) o Norda (2022), entre otros, rechaza el uso del lenguaje comúnmente asignado a los colectivos en movimiento desde el eurocentrismo. Al contrario, sus filmes adoptan el lenguaje propio de la frontera para significar los sujetos y las comunidades desde las lógicas intrínsecas de sus modos de organización y sus experiencias subjetivas. Con ello, no solo se rechazan las definiciones que a menudo determinan la figura del «migrante», sino que se enriquece el lenguaje común para poder significar con mayor sentido y precisión las experiencias, los procesos y las sensibilidades vinculadas a la experiencia migrante. Los relatos audiovisuales huyen de las representaciones preestablecidas y se perfilan a través de experiencias como el «Boza», «l’aventure» o «le shock», que constituyen un lenguaje y un universo común propio de la Frontera Euroafricana Occidental, a menudo solo parcialmente disponibles para la comprensión europea o eurocentrada, reclamando su propio droit a l’opacité (derecho a la opacidad), por decirlo con Édouard Glissant (2019). Esta idea de opacidad no responde al ocultamiento, sino que, en el contexto de la criollización, tiene que ver con una diversidad que reconoce los diferentes planos de las experiencias alternas sin pretender significarlas, visibilizarlas, representarlas o comprenderlas en su totalidad. En otras palabras, sin pretender colonizarlas. El derecho a la opacidad emerge de las imágenes y las narrativas parcialmente sombrías, que no se exponen íntegramente. El lenguaje poético ha constituido, en los trabajos de La Barraca, un medio para producir esa opacidad porque no responde a definiciones preestablecidas, sino que crea experiencias sensoriales a partir del ensamblaje y la conjunción de elementos visuales, verbales y sensibles capaces de generar nuevos sentidos, no por su relación directa con lo real referencial, sino desde la propia experiencia estética y simbólica. La redefinición de significantes sobreexpuestos en los medios de comunicación, como frontera o migrante, desuniversalizan estas nociones como categorías administrativas o antropológicas, produciendo un lenguaje que crea nuevos significados y figuras sensibles sobre la experiencia compartida de la movilidad.

Figura 2. Fotogramas extraídos del cortometraje Le Jeu de Verseau (2019):
https://vimeo.com/515051072

Figura 3. Fotogramas extraídos del mediometraje Les Aventuriers du Désert (2017).

Los movimientos migratorios exceden cualquier sistema de representación (hegemónico o alternativo). El uso de los relatos simbólicos, en vez del discurso unitario; la reapropiación de la ficción cinematográfica, en vez de la crudeza documental; la creación de nuevos conceptos y definiciones; el desarrollo de una estética propia; la creación de archivos militantes y contra-mapas de las regiones fronterizas y los espacios de militancia. Todas estas estrategias creativas y políticas contribuyen a observar la transformación de la geografía global que conlleva el mismo movimiento de los sujetos y grupos desde el punto de vista de prácticas políticas concretas. Además, configuran vías de escape a las representaciones que instauran los discursos de los Estados, agentes internacionales y medios de comunicación sobre quienes viven la migración como experiencia social situada. Para las luchas por la libre movilidad contemporáneas, el cine puede ofrecer un medio para elaborar relatos que escapen a las formas de representación hegemónicas, codificadas e identificativas de los colectivos en tránsito. En este sentido, una militancia por la libre movilidad se constituye, teniendo en cuenta todo lo anterior, también como una oportunidad por sostener una imagen mucho más vulnerable que la adosada a la representación, esto es, una imagen posrepresentacional.


[1] Entre los años 60 y 70 se conformó una constelación política y cultural denominada La Tricontinental, que aglutinaba autores, autoras y trabajos cinematográficos que, más allá de documentar las luchas del momento, contribuyeron a generar nuevos lenguajes fílmicos que sustraían al cine de su condición etnocéntrica y occidental. Entre ellos se encontraban movimientos como el Cinema Novo brasileño, el Nuevo Cine argentino, el movimiento documental cubano o el cine africano de la liberación. El Tercer Cine y los Nuevos Cines Europeos se fusionaron en una red de solidaridad global, asociada a las luchas de liberación nacional en el Sur Global lideradas por Amílcar Cabral, Ho Chi Minh y Ernesto Che Guevara.

[2] El concepto de migrancia hace referencia al desplazamiento invisible que acompaña al acto mismo de migrar y que tiene efectos principalmente culturales e identitarios, ubicando al sujeto migrante entre dos espacios culturales. En español, se trata de una figura de uso literario, si bien el término no está recogido en la Real Academia Española.


Referencias:

Bal, M. (2008). Migratory Aesthetics: Double Movement. Exit, (32), 150—161.

Bamba, M. (2009). Jean Rouch: cineasta africanista? Devires, Belo Horizonte, 6(1), 92—107.

Bazin, A. (2001). ¿Qué es el cine? Madrid, EDICIONES RIALP.

Binimelis-Adell, M. y Varela-Huerta, A. (eds.). (2022). Espectáculo de frontera y contranarrativas audiovisuales. Estudios de caso sobre la (auto)representación de personas migrantes en los dos lados del Atlántico. Peter Lang Publishing

Eshun, K; Gray, R. (2011). The Militant Image. A Ciné-Geography Editors’ Introduction. Third Text, 25 (1), 1–12.

Garcia, M. (2018). Inapropiados e inapropiables. Conversaciones con artistas africanos y afrodescendientes. Catarata.

Glissant, E. (2019). Poétique de la Relation. Poétique III. Gallimard.

Hernández, M. A. (2020). Estéticas migratorias. Historia y definición. Campo de relámpagos. https://bit.ly/2V2nbjT

Mestman, M. (2016). Argel, Buenos Aires, Montreal: El Comité de Cine del Tercer Mundo (1973/1974). Secuencias. Revista de historia del cine, 43–44 (1), pp. 73-93.

Mezzadra, S. (2005). Derecho de fuga. Migraciones, ciudadanía y globalización. Traficantes de Sueños.

Rancière, J. (2005). La fábula cinematográfica: reflexiones sobre la ficción en el cine. Grupo Planeta.

Rancière, J. (2009). El reparto de lo sensible. Estética y política. LOM Ediciones.

Said, E. (2006). Orientalismo. Ediciones de-bolsillo.

Zurián y Hernández, F. (2001). “Prólogo” en: Bazin, A. (Autor). ¿Qué es el cine? Ediciones Rialp.


Agradecimientos:

He podido escribir este texto junto a muchas otras voces, acompañantes y referentes. Gracias especialmente a las personas que conforman La Barraca Transfronteriza, por atreverse con formatos imposibles y por la posibilidad de crear y pensar juntas.


Marina Riera Retamero. Investigadora, mediadora cultural y profesora de Artes y Cultura Visual. Imparte clases en el Grado de Bellas Artes y en el Máster de Artes Visuales y Educación de la Universitat de Barcelona. Forma parte del grupo de investigación consolidado de la UB Esbrina — Subjetividades, visualidades y entornos educativos contemporáneos, y del grupo de innovación docente Indaga’t. Es parte del colectivo de cine independiente La Barraca Transfronteriza y ha formado parte de la coordinación de programas de mediación y comisariado como Unzip Arts Visuals e Interficies: Diálogos entre investigación artística, salud comunitaria y derechos sociales.