Deutero-Cine. Olatz González Abrisketa

Mayo 2019

“La realidad del mundo que conocemos se da a tal grado por sentada que la premisa básica de la brujería, la de que nuestra realidad es apenas una de muchas descripciones, difícilmente podrá tomarse como una proposición seria. Afortunadamente, en el caso de mi aprendizaje, a don Juan no le preocupaba en absoluto el que yo pudiese, o no, tomar en serio su proposición, y procedí a dilucidar sus planteamientos pese a mi oposición, mi incredulidad y mi incapacidad de comprender lo que decía. Así, como maestro de brujería, don Juan trató de describirme el mundo desde la primera vez que hablamos. Mi dificultad para asir sus conceptos y sus métodos derivaba del hecho de que las unidades de su descripción eran ajenas e incompatibles con las de la mía propia. Su argumento era que me estaba enseñando a «ver», cosa distinta de solamente «mirar», y que «parar el mundo» era el primer paso para «ver».

Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán

Desde el LAAV me invitan a que reflexione “Acerca de la imposibilidad de un cine antropológico”. Me dicen que les gustaría recuperar la intención del título que da nombre a esta sección, pero que soy libre de elegir otro tema y escribir desde mis intereses y prácticas. Sin embargo, creo que el título se ajusta a una de mis preocupaciones como antropóloga y cineasta ocasional, pero sobre todo como profesora de antropología visual: ¿en dónde radica el desencuentro o la difícil relación entre antropología y cine? O dicho de un modo más rudo: ¿por qué se hace tan mal cine desde la antropología?

Hacer cine no es tarea sencilla, y casi podríamos convenir que se hace tan mal cine desde la antropología como desde cualquier otra posición epistemológica o disciplinar. La propia formación en cine no asegura mejores resultados. La pregunta además puede resultar tramposa si aceptamos que cine no se hace sino desde el propio cine y el que sea antropológico o no depende de consideraciones múltiples, pero en todo caso accesorias a la propia película. Sin embargo, una reflexión en torno a este supuesto desencuentro o imposibilidad puede ser de valor para pensar en qué se sostiene esa relación y de qué modo se interpelan las partes que la constituyen.

Hace tiempo argumenté que la calidad cinematográfica de las películas realizadas desde la antropología se resentía por el empeño de ésta en el análisis y la búsqueda de sentido. Al contrario de lo que Susan Sontag valora del cine de Godard (muestra que algo ocurrió, no porqué ocurrió), el cine antropológico se preocupa en exceso en analizar los porqués de las cosas, desatendiendo las cosas mismas. Son estas, las que, como opinaba Passolini, “dan lecciones de autoridad”.

En esta breve reflexión, sin embargo, voy a explorar otro camino. Si priorizar el sentido frente a la forma puede achacarse a un deseo de anteponer las reglas de la antropología a las de cine, algo desacertado pero quizás comprensible, cada vez estoy más convencida de que muchas de las debilidades del cine antropológico contemporáneo no se deben a una discordancia entre antropología y cine. Más bien al contrario, se deben a no tomarse en serio la propia antropología.

La antropología nace de la toma de conciencia de la diferencia cultural. Esta diferencia no es superficial, atribuible a un mero matiz de óptica (lo de “ponerse las gafas” es la metáfora que propaga esa idea), sino que es una diferencia sustantiva. Claude Lévi-Strauss nos ofreció una nítida imagen del asunto cuando reveló que mientras los castellanos debatían si los indios poseían alma, los indios ahogaban a los colonizadores capturados y observaban sus cadáveres durante días para comprobar si realmente tenían cuerpo, un cuerpo análogo al suyo y por tanto sometido a putrefacción. Siglos después, al otro lado del pacífico, el antropólogo misionero Maurice Leenhardt se sorprendía ante la contestación del canaco Boesoú a la pregunta sobre si ellos, los occidentales, les habían aportado la noción del espíritu:-¿El espíritu? ¡Bah! No nos habéis aportado el espíritu; conocíamos ya su existencia. Procedíamos según el espíritu. Empero, lo que vosotros nos habéis aportado es el cuerpo.”

Estos ejemplos muestran hasta qué punto la configuración cultural determina nuestra forma de habitar el mundo y de pensarnos en él. ¡Cómo puede no darse por sentado el cuerpo! Lo que consideramos hechos no son más que ideas cuando las sometemos a la mirada del otro. Los canacos de principios del siglo XX tenían lo que nosotros denominamos un cuerpo, desde luego, pero su identidad no se limitaba a los contornos de su piel. El cuerpo, a diferencia de su posición en el entramado social, por ejemplo, les era indiferente para pensarse, para construir una idea de sí mismos. ¿Para qué otorgarle una entidad entonces? En muchos lenguajes amerindios, por otro lado, el cuerpo se designa con el mismo vocablo que se utiliza para designar la “ropa”. No es lo mismo vestir una armadura que unas plumas de tucán. Las capacidades de esos cuerpos son distintas y considerarlos análogos puede ser tan insólito como no hacerlo. Los hechos dependen de la preocupación o interés por su existencia. Y sí, hasta la noción de poseer un cuerpo se aprende.

Como explica don Juan Matus a Carlos Castaneda, vivimos en una descripción del mundo que se nos inculca desde el momento en que nacemos y que vamos reforzando a medida que crecemos y somos capaces de adecuar nuestros comportamientos y percepciones a ella. En ese momento, pasamos a convertirnos en miembros. La antropología ha denominado esa membrecía “cultura” y ha hecho de ella su fundamento. Pero la cultura encierra una importante paradoja, ya que refiere tanto a la especificidad del ser humano como a su diversidad. Accedemos al estado de cultura que supuestamente nos caracteriza y permite reconocernos como seres humanos a través de una configuración cultural concreta, cuya particularidad ocluye o dificulta el reconocimiento de eso que supuestamente compartimos y que cada uno tematiza a su modo. No hay forma de escapar a la cultura. Estamos necesariamente determinados por ella. No es nuestras gafas, es nuestros ojos.

Cabe preguntarse entonces, ¿cómo proceder cinematográficamente ante esta premisa antropológica? ¿Cómo dar cuenta de otros mundos si estamos atrapados en el nuestro? Alain Bergala resume la hipótesis de Jack Lang para la incorporación del arte en la escuela diciendo que el cine debe provocar “el encuentro con la alteridad”. Lo otro es la razón de existir de antropología y cine y es en el extrañamiento que produce su encuentro donde radica toda posibilidad de un cine antropológico, un cine que poco tiene que ver con grabar sociedades exóticas o transmitir un supuesto conocimiento antropológico a través del cine y bastante con provocar una experiencia alternativa, un encuentro con una alteridad significativa de manera análoga a como se produce en el trabajo de campo.

Por ello, si la configuración cultural implica cierto encerramiento existencial en nuestra cultura (e idearios asociados), su apertura y ampliación requiere, como dirá Deleuze, de un acto de resistencia. “Acto de resistencia ¿contra qué? No es el acto de resistencia abstracto, es acto de resistencia y de lucha activa contra la repartición de lo sagrado y lo profano”. O dicho de otro modo, contra la cultura misma, y primeramente contra la única que conocemos, la propia.

Una aclaración es necesaria para que esta resistencia no se malinterprete y sirva de fundamentación para actitudes perversas y paternalistas (demasiado frecuentes en el cine de pretensión antropológica o en la antropología de pretensión cinematográfica) como “filmar como lo haría el otro” o “evitar perturbar la realidad del otro”. Esta consideración prístina y literal del otro, como si habitara un mundo elemental e inmutable, es otra de las razones que hace imposible el cine antropológico. Otra vez, como intento defender, lo que no se toma en serio es la propia antropología.

Cuando la antropología dice que las culturas son relativas, su relatividad no se sostiene en que sean parciales ni equivalentes. Ni siquiera en que invaliden todo punto de vista exterior a las mismas, por muchos dioses y ciencias que adoremos. Las culturas son relativas por filiación (son relatives): sólo existen, o más bien se inventan, en relación. Es decir, la cultura no existe hasta ser confrontada y esto siempre se produce en un contexto particular en el que, como dirá Roy Wagner, ambas partes deben inventar al otro desde los parámetros de su propio contexto: “la cultura en la cual uno crece nunca es realmente “visible” -se da por sentada y sus suposiciones son autoevidentes. Es (…) sólo a través de la experiencia de la diferencia que la propia cultura deviene “visible”. En el acto de inventar otra cultura, el antropólogo inventa la suya, y de hecho reinventa la propia noción de la cultura”.

El cine es uno de los vehículos para que esa invención sea posible. ¿Cómo evitar, repito, la domesticación de la diferencia, de lo otro, de eso en cuya distancia se funda la antropología y en cuyo acceso radica la fascinación por el cine? ¿Cómo generar con una cámara o a través de la pantalla el encuentro que nos permita inventarnos mutua y significativamente? ¿Cómo ver? ¿Cómo descolonizar el pensamiento…. y la mirada?

Gregory Bateson denominaba deutero-aprendizaje a un aprendizaje de segundo orden, que acompaña al protoaprendizaje -dirigido este a la adquisición de un conocimiento o técnica concreta. El deuteroaprendizaje refiere a la adquisición de habilidades imprevisibles, no directamente relacionadas con el ejercicio propuesto. En este sentido, y adaptando libremente el término, quiero defender aquí un deutero-cine, un cine que va a la zaga, un cine que secunda, que atiende el detalle de la realidad ajena (o de la suya propia como si fuera otra) para encontrar aquello que desconocía que buscaba, fundamentalmente porque no existía. La cineasta se pone al servicio material, sensorial y estético del mundo y de las historias de otros para permitir que se abra el espacio para el equívoco, para el extrañamiento, único enclave desde el que se producen encuentros inesperados y descubrimientos extraordinarios. Se conoce lo que no se esperaba conocer porque se encuentra, porque no estaba ahí antes de nuestra presencia pero toma cuerpo a través de ella. Por eso el deutero-cine no es ficción ni documental. No hay historia previa que contar ni realidad conocida que documentar. El deutero-cine, como dirá Deleuze de la obra de arte, hace “un llamado a un pueblo que todavía no existe”.

        

Figura 1. Dos ejemplos paradigmáticos de Deutero-cine. Moi, a noir (Jean Rouch, 1958) y Entre dos aguas (Isaki Lacuesta, 2018)


Olatz González Abrisketa es antropóloga y profesora de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). Entre sus publicaciones destacan el libro Pelota Vasca: un ritual, una estética (2005), y los artículos “Cuerpos desplazados: Género, deporte, y protagonismo cultural en la plaza vasca” (2013), o “La apertura ontológica de la antropología contemporánea” (2016), firmado junto a Susana Carro-Ripalda. Dedicada también a la producción audiovisual, en 2007 realizó Jørgen Leth on Haiti, su primer largometraje documental. Otros trabajos son Carmen (2011) y Pelota II (2015), codirigida junto al cineasta danés Jørgen Leth. También ha presentado la instalación “Animal” (2010) en la Alhóndiga Bilbao o comisariado la exposición “Jokoak. Materia y desafío” (2016) en el museo San Telmo de Donostia.