Encuentros LAAV_22: pensando con animales, relaciones y sonidos. Isaac Marrero Guillamón

Mayo 2023

¿Cómo construir una antropología audiovisual experimental y más que humana? Ésta era la pregunta que nos convocaba en el Museo Etnográfico de Zamora, y a la que dimos vueltas durante día y medio. Buena pregunta, en tanto en cuanto nos permitió compartir prácticas y conceptos, dudas y aprendizajes. El texto que sigue hilvana tres reflexiones que comenzaron en el generoso espacio de discusión habilitado por el LAAV, y que me he permitido extender por mi cuenta. Confío en que sirvan de retorno, es decir, que encuentren algún eco y produzcan alguna nueva reverberación.

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A pesar de haber colaborado con el LAAV anteriormente mediante un texto, no nos habíamos conocido en persona. Apenas unos minutos bastaron para constatar la continuidad entre los materiales disponibles en su web y la política y estética de su práctica encarnada. Sentadas todas las asistentes alrededor de unas mesas dispuestas en forma de cuadrado, pronto quedó claro que ni Chus (Domínguez), ni Belén (Sola), ni Mafe (Moscoso) ocuparían una posición de enunciación fuerte como anfitrionas. La introducción al LAAV y al encuentro fue profundamente acogedora; sentó las bases para que nos habláramos desde la cercanía y la experiencia, para desalojar la posición del experto. 

De hecho, más que presentar su último proyecto, Animal Espacio Tiempo (Chus Domínguez, Nilo Gallego, Violeta Alegre y Belén Sola, 2022), les autores compartieron algunos apuntes en torno al proceso, retomados y prolongados por colaboradoras y asistentes. Se habló, entre otras cosas, de la voluntad de retratar el pastoreo extensivo contemporáneo mediante estrategias no narrativas, de las dificultades asociadas a querer modular inquietudes estéticas y principios colaborativos, de cómo colocar a las ovejas en el centro del proyecto, de cómo negociar las fronteras de lo que mostraría y lo que no… La pantalla, que ocupaba prominentemente la pared, permanecía apagada, invitándonos así a centrar nuestra atención en el intercambio de impresiones.

Algunas de las cuestiones de las que hablamos tomarían, para mi, un sentido concreto una vez tuvimos ocasión de ver el trabajo en la planta baja del museo.

En primer lugar, la idea de Chus de que resistir el antropocentrismo no había equivalido, finalmente, a intentar ver como una oveja. En efecto, la aproximación audiovisual al pastoreo en la pantalla principal de Animal Espacio Tiempo no consistía en adoptar un punto de vista ovino sobre la trashumancia, sino en compartir un espacio-tiempo con las ovejas mediante el acto de caminar juntas. Los planos largos, encuadrados a altura animal pero acompasados al caminar humano, remitían a un tránsito por el paisaje leonés junto al rebaño. Este último se materializaba con una entidad eminentemente sónica, de bordes difusos pero articulada por la huella sonora de cencerros, ladridos, indicaciones, resoplidos, patas y piernas. De este modo, ya en su configuración sensorial, el rebaño de ovejas aparecía como un conjunto de relaciones entre cuerpos (humanos y no humanos) y entorno (tierra, pasto, clima, etc.).

Esta dimensión relacional quedaba amplificada en la segunda pantalla, en la cual se podían leer breves intercambios textuales tomados de un chat de apoyo mutuo para pastoras, donde éstas compartían consejos y conocimientos. Las dos pantallas apuntaban, de modos diferentes, al conjunto de prácticas que sostienen el pastoreo extensivo hoy en día; los intercambios en formato chat en particular servían para situarnos inequívocamente en el presente y evitar cualquier tentación de romantizar el pastoreo como expresión cultural atemporal.

El tercer elemento de la instalación consistía en un acercamiento al proceso colaborativo, en forma de dos pares de auriculares en los que se podían escuchar conversaciones del equipo de trabajo durante la edición de la pieza y un modesto QR que remitía a la investigación etnográfica de Belén sobre el proyecto, llevada a cabo en el marco de un Máster de Investigación en Antropología de la UNED. Se abría aquí un espacio reflexivo y generoso: una trayectoria de conversaciones y negociaciones, acuerdos y desacuerdos, situada tanto en su propio contexto como en el marco académico de la antropología y el arte colaborativo.

Una virtud de la instalación, en mi opinión, consistía en presentar una constelación de materiales en torno al pastoreo que permitía apreciarlos en su singularidad y, al mismo tiempo, ponerlos en relación. Como espectador, pude dejarme absorber por las secuencias en clave sensorial de la pantalla principal – o, alternativamente, resignificarlas leyendo al mismo tiempo los mensajes de chat o escuchando las conversaciones del grupo de trabajo.  Por otro lado, la ausencia total de la modalidad explicativa ejercía de fuerza centrífuga, en tanto en cuanto generaba preguntas e interrogantes cuya respuesta había que buscar más allá de Animal Espacio Tiempo: ¿conocen las ovejas el camino? ¿y los perros? ¿quién dirige a quién? ¿cómo se elige a las portadoras de cencerro? ¿resisten las ovejas la vida en rebaño? (En mi caso, estas y otras preguntas fueron tema de conversación durante la posterior cena, en la que tuve la suerte de sentarme frente a Violeta y sus amigos pastores).

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Uno de los temas a los que alude Animal Espacio Tiempo, aún sin abordarlo como tal, es la cuestión de la muerte animal. En efecto, la mayor parte de los corderos que aparecen en pantalla están destinados, en cuestión de semanas, a la producción de carne para consumo humano. Este fuera de campo necropolítico – siniestro, incluso, según la sensibilidad que una tenga al respecto – fue tema de discusión en varios momentos.

En relación a cómo investigar el pastoreo, la tensión entre una perspectiva animalista y una perspectiva multiespecies era manifiesta. Para la primera, la lucha contra el especismo se fundamenta en una posición moral, según la cual la constatación de que animales humanos y no humanos comparten una serie de facultades individuales (p.e. la capacidad de sentir) nos obliga a incluir a estos últimos dentro de la categoría de sujeto y a extenderles los privilegios que ello conlleva (derechos, libertades, etc.). El punto de vista multiespecies, sin embargo, está más pendiente de atender a los ensamblajes económicos, políticos y culturales que sostienen e impiden la vida de organismos varios. En el animalismo, lo humano se convierte en la medida según la cual es posible evaluar (y por tanto jerarquizar) las vidas de otros seres. Desde una perspectiva multiespecies esta estrategia es insatisfactoria ya que la propia noción de sujeto humano como entidad individual es incapaz de capturar las múltiples formas de interdependencia que definen la vida humana y no-humana en el antropoceno (véase Kirksey y Hemreich 2010).

La presentación de Olatz González Abrisketa retomaría estas cuestiones a partir de un análisis de la representación fílmica de la muerte animal, preludio a la presentación de Pizti bat agian (Acaso una fiera), un trabajo en curso realizado con la artista Ainhoa Gutiérrez del Pozo.

Vimos como ya en Nanook of the North (Flaherty, 1922) se ponía en escena una clara jerarquización de la muerte animal. Mientras que la captura de un zorro blanco por parte Nanook no se resuelve narrativamente, trasladándose así el destino del animal al fuera de campo y la imaginación de la espectadora, en la conocida escena de la caza de la foca sí que cierra el círculo: matanza, apertura en canal, despelleje, consumo in situ. Flaherty produce así una jerarquía de afectos y de muertes: la de la foca se explica en términos de supervivencia; la del zorro se omite, a riesgo de ser percibida como crueldad por el público occidental. La omisión es conveniente, pues en cierta medida exonera a un público metropolitano cuya demanda de pieles de hecho explicaba la cacería.

Olatz compartió otro ejemplo ilustrativo en su contraste: el corto Las Vísceras de Elena Lopez Riera (2016). Aquí la muerte animal se aborda desde lo cotidiano, lo doméstico y lo íntimo: un grupo de niñes juega con un conejo, que posteriormente una señora agarra, golpea, mata y despelleja con sus manos – todo ello bajo la mirada atenta de les niñes. Como espectador, la secuencia me produjo una especie de esquizofrenia. Aunque conceptualmente me parecía una aproximación a la muerte animal acertada, pues evita la rutinaria espectacularización/banalización/ocultación de la violencia y propone enmarcarla en relaciones de afecto y convivencia, me resultó imposible sostener mi mirada. La secuencia me hizo confrontar una barrera fenomenológica, la repulsa visceral: una experiencia de cierre perceptual frente a un vértigo amenazante ante el que solo cabe huir cerrando los ojos o apartando la mirada (véase Hanich 2009).

La experiencia me hizo preguntarme si el rechazo innegociable que mi cuerpo mostró hacia estas imágenes no tendría que ver con la construcción de una disposición burguesa, urbana, apartada de la intimidad rutinaria de la muerte animal en el medio rural que la secuencia afirmaba. Un habitus construido a partir de una separación/desconocimiento profiláctico, contra el que justamente lucha cierto activismo audiovisual animalista, basado en confrontar al espectador con imágenes y sonidos de violencia explícita contra animales, entendiendo que la repulsa resultante – lo intolerable de la experiencia – debía conducir a una transformación moral y conductual.

No creo que sea este el lugar más indicado para evaluar la efectividad de tales estrategias (véase Fernández 2020), o para generalizar a partir de mi experiencia. Prefiero limitarme a apuntar la posibilidad de que, como argumenta Jacques Rancière (2009), haya otras políticas de la estética viables, por ejemplo basadas en lo que él llama la “redistribución de lo sensible”, es decir, en una reconfiguración de lo visible y lo invisible, lo audible y lo inaudible. Estas nuevas configuraciones serían una manera de generar nuevos posibles: de pensar y sentir desde otros lugares. Desde mi punto de vista, el trabajo de Rancière puede ser una herramienta útil para (re)pensar una antropología audiovisual más que humana – una que no se proponga desvelar, descubrir, enseñar, etc. sino multiplicar las formas de apreciación y de relación con lo más que humano. 

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Olatz dijo algo al respecto del proceso de realización de Pizti bat agian (Acaso una fiera) que me parece relevante retomar en estas líneas. Habló de haberse propuesto hacer una película “no humana”, y de haber acabado trabajando con tres “personajes” (humanos). Hemos fracasado, bromeaba.

En los fragmentos que vimos, sin embargo, a mi me parecía que cada uno de esos personajes (la pastora, el amante de las aves y el cazador) actuaba en verdad como punto de entrada a un determinado entramado relacional más que humano. Lejos de centrar lo humano, mostraban a seres implicados en relaciones de cuidado, de acompañamiento, de depredación – relaciones no solo entre especies, sino también con artefactos, regulaciones, instituciones, etc.

De hecho, mi aportación a las jornadas proponía justamente un desplazamiento en la definición de la antropología más que humana, del interés por las relaciones multiespecies al trabajo con una relacionalidad aún más extendida, que reconozca también la “agencia” de objetos, cosas y otras entidades inertes (agencia entendida como “la capacidad de hacer actuar a otres”, y no como una expresión proveniente de la conciencia o la voluntad, véase Latour 2008). Mi interés reside en desarrollar una antropología relacional capaz de reconocer las múltiples formas de vínculo (entre humanos y más que humanos) que animan y dan vida el planeta – lo cual no equivale a afirmar que todo está relacionado con todo. Por el contrario, se trataría de encontrar la manera de describir y analizar ensamblajes (assemblages) y enredos (entanglements) de manera que nos enseñen algo nuevo – que nos permitan entender, de manera específica, cómo ciertas relaciones generan jerarquías, exclusiones, también oportunidades y líneas de fuga (p.e. el trabajo de Anna Tsing [2021] con la seta Matsutake y el capitalismo global).

En relación a la práctica audiovisual antropológica, mi propuesta fue que pensáramos en el trabajo con la materia sonora como una de las vías menos exploradas y al mismo más potentes para construir este tipo de perspectiva relacional y (quizá) desbordar el antropocentrismo imperante. Mi argumento se apoyaba en articular prácticas de escucha y composición orientadas específicamente hacia lo enredado y lo más que humano.

Más que ofrecer un recetario, traté de compartir algunos ejemplos y herramientas concretas. Hablé de cómo el uso de ciertos micrófonos diseñados para convertir en sonido ondas no directamente perceptibles para los humanos nos puede ayudar a ejercer una apertura sensorial, una vía de entrada sorprendente o inesperada aquello que nos rodea. Los micrófonos de contacto, por ejemplo, convierten las vibraciones en superficie en señal sonora (> Joshua Bonnetta, Lago, 2016). Los hidrófonos traducen los cambios de presión en el medio acuático en sonidos perceptibles para el oído humano (> Jana Winderen, Spring Bloom in the Marginal Ice Zone, 2018). Los geófonos transforman el movimiento de la tierra en una señal sonora (> jez riley french, ísland | fumaroles, 2021). El resultado es que nos permiten, respectivamente, escuchar digamos una planta, la vida subacuática o un volcán como nunca antes. De una manera muy literal, al sonorizar aquello que no somos capaces de oír normalmente se produce un pequeño desplazamiento perceptual, un leve gesto anti-antropocéntrico (¿antropocentrífugo?).

Lógicamente, el uso de estos micrófonos por sí solo no tiene por qué producir ningún efecto relevante en relación a una antropología más que humana. Para que así sea, la ampliación del campo de escucha que nos permiten tendría que prolongarse en estrategias compositivas que den forma sonora a esos entramados relacionales de los que hablaba más arriba. En este sentido, puede ser útil referirnos al concepto de paisaje sonoro (soundscape), tal y como se ha articulado recientemente en la antropología sonora:

“the term contains the contradictory forces of the natural and the cultural, the fortuitous and the composed, the improvised and the deliberately produced. Similarly, as landscape is constituted by cultural histories, ideologies, and practices of seeing, soundscape implicates listening as a cultural practice.” (Samuels et al. 2010: 330)

Dicho de otra manera, no hay paisaje (sonoro) que no sea un ensamblaje socio-natural, así como que no hay paisaje sonoro sin “sujeto escuchante”, sin “punto de escucha”. De ahí que podamos pensar en la composición de paisajes sonoros como un trabajo encarnado y relacional, cuyo objetivo es proponer una perspectiva encarnada sobre el campo de relaciones que conforman un entorno dado. Si hablo de composición es porque me interesa la resonancia con el sentido musical del término, específicamente con la música concreta de Pierre Schaffer o John Cage, basada en trabajar con sonidos disponibles, no provenientes de instrumentos musicales, y darles forma musical manipulando sus cualidades sonoras.    

Un ejemplo que compartí fue Two Sights, de Joshua Bonnetta (2020), grabado en las islas Hébridas Exteriores (Escocia). Este documental de corte etnográfico investiga el paisaje visual y sonoro del archipiélago, prestando especial atención a la tradición oral de la premonición. Bonnetta trenza relaciones entre múltiples huellas sonoras: relatos, por supuesto, pero también ondas de radio, el poderoso viento que peina el territorio, sonidos varios de la fauna y flora local, los ecos de la actividad industrial marítima y subacuática… El resultado, en mi opinión, es una apertura sensorial a las múltiples presencias – humanas, no humanas y algunas decididamente fantasmales – que componen el territorio en cuestión. Esta apertura se realiza además en clave de escucha activa y de respeto, sin voluntad alguna de abrumar o sobrecoger (me parece un contraejemplo genial a la estética de la sacudida de una película como Leviathan [Paravel y Castaing-Taylor, 2013], por citar un ejemplo bastante conocido en el ámbito de la antropología audiovisual).

Discutir esta estética de la escucha atenta, ampliada y relacional – que es también una ética del trabajo de campo – me parece una buena manera de cultivar otras formas experimentales de antropología más que humana, complementarias a aquellas que habían planteado Chus y Olatz. Si de algo no me cabe duda, es que se trata de un proyecto que requerirá multiplicar las estrategias con la que ensayar, así como foros como el LAAV donde seguir discutiendo y aprendiendo juntas. 


Referencias

Fernández, Laura. 2020. «The Emotional politics of images: moral shock, explicit violence and strategic visual communication in the animal liberation movement». Journal for Critical Animal Studies 17 (4): 53-80.

Hanich, Julian. 2009. «Dis/liking disgust: the revulsion experience at the movies». New Review of Film and Television Studies 7 (3): 293-309.

Kirksey, S. Eben, y Stefan Helmreich. 2010. «The Emergence of Multispecies Ethnography». Cultural Anthropology 25 (4): 545-76.

Latour, Bruno. 2008. Reensamblar Lo Social. Buenos Aires: Manantial.

Rancière, Jacques. 2009. The Emancipated Spectator. London: Verso.

Strathern, Marilyn. 2020. Relations: An Anthropological Account. Durham: Duke University Press.

Tsing, Anna Lowenhaupt. 2021. La seta del fin del mundo: Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Madrid: Capitán Swing.


Isaac Marrero Guillamón es profesor de antropología en la Universitat de Barcelona. Con anterioridad fue profesor y director del Máster en Antropología Visual en Goldsmiths, University of London. Su trabajo se interesa por el “otherwise”, aquello que no es pero podría llegar a ser – y que ciertos activismos y prácticas artísticas se atreven a imaginar y prefigurar. Su proyecto más reciente es www.tindayavariations.net