1. Antropología, cine y descolonización epistémica. Una aproximación histórica al LAAV_.
2. La Rara Troupe. Subversiones metodológicas y experimentación social.
3. Puta Mina y Proyecto Teleclub. Entre la auto-representación y la auto-producción.
Notas.
Bibliografía.
“El conocimiento que adquirimos a través del arte es experiencia de la forma o el estilo de conocer algo” [1].
Susan Sontag
“El cinematógrafo no es hoy lo que era ayer ni lo que será mañana; no es sino que deviene sin cesar, difiere continuamente de sí mismo” [2].
Jean Epstein
El LAAV_ (Laboratorio de Antropología Audiovisual Experimental) es antes que nada un proyecto de experimentación, un laboratorio empírico y procesual. Cada fase de sus procesos, de largo desarrollo temporal, se aborda como un experimento de creación, aprendizaje e investigación. Se trata siempre en su labor de probar diferentes caminos para aprender en común, de provocar coaprendizajes que articulen experiencias colaborativas de investigación y creación colectiva. También este texto es, por su parte, un experimento, un laboratorio textual. No está orientado a explicar el trabajo del LAAV_, sino más bien a dialogar con él para desarrollar en común una experimentación propiamente teórica. Durante mi investigación he estado compartiendo las versiones preliminares del texto con Belén Sola y Chus Domínguez, que me han ido haciendo comentarios muy útiles y aclarando detalles sobre su trabajo colectivo. Esta investigación es así tanto un texto sobre como para el LAAV_, una tentativa para debatir, aprender y experimentar con el LAAV_.
A mi entender, el trabajo del LAAV_ se inscribe en una amplia corriente contemporánea de descolonización del pensamiento y de las prácticas de conocimiento. Para articular esta idea conecto su trabajo con ciertas derivas de la antropología contemporánea, de la epistemología feminista, de las prácticas epistémicas descoloniales y de las teorías del cine y del arte. Mi enfoque es en primer lugar histórico y arqueológico. La investigación ha consistido ante todo en la búsqueda de rastros y antecedentes que permiten ubicar al LAAV_ en un paisaje contemporáneo, plural y descentralizado de descolonización cognoscitiva. En ese paisaje, me parece que una de las singularidades decisivas del LAAV_ consiste en la descolonización de la propia práctica audiovisual. Mientras el dispositivo audiovisual es utilizado en la mayoría de proyectos similares actuales como instrumento de “ilustración” de las prácticas, en el LAAV_ se proponen explícitamente “la emancipación de la imagen y el sonido de su mero uso ilustrativo”. Lo audiovisual no es nunca una herramienta neutra de comunicación de resultados o de ilustración de procesos. El cuestionamiento práctico de las formas visuales y sonoras hegemónicas constituye un valor cognoscitivo decisivo en la práctica descolonial del LAAV_, que hace un uso explícito de lo audiovisual como dispositivo experimental de conocimiento crítico. Siguiendo la práctica conceptual de Gilles Deleuze sobre el cine y sus prolongaciones contemporáneas en Patricia Pisters y en la “antropología fílmica” tal como fue definida por Manuel Delgado, a ese uso contemporáneo de lo audiovisual (un uso cognoscitivo, crítico y no ilustrativo) es al que defino como cinematográfico.
He dividido el texto en tres partes. En la primera rastreo las relaciones históricas entre cine y antropología que me parecen más vinculadas al trabajo de LAAV_, así como los desplazamientos epistemológicos que convergen con ellas en una descolonización generalizada del pensamiento y el conocimiento. La segunda parte del texto está dedicada al proyecto de La Rara Troupe, y la tercera a Proyecto Teleclub y Puta Mina. En estos puntos 2 y 3 exploro el dispositivo complejo del LAAV_ de una manera más concreta, aunque en general mi investigación pone el foco especialmente en las implicaciones de su antropología fílmica. El uso del cinematógrafo como instrumento crítico de conocimiento articula en gran medida los cines de no ficción contemporáneos, dispositivos experimentales que ponen en obra “la forma o el estilo de conocer algo”, que diría Susan Sontag. Lo cinematográfico en el LAAV_ no es, sin embargo, un fin en sí mismo, sino un instrumento de conocimiento crítico incluido en un dispositivo más complejo de experimentación social. Películas como Son curiosos estos días o el primer montaje de Puta mina, que proyectamos en las pasadas jornadas de Cine por venir 2017, son piezas cinematográficas extraordinarias, aunque no pueden desligarse de ningún modo de los procesos sociales de los que emergen y con los que siguen vinculados. En ese sentido, el LAAV_ activa un dispositivo que se muestra capaz de desbordar al cine crítico de no ficción y sus circuitos normativos de circulación y recepción. Y es que el cine es en su caso un efecto práctico derivado de una experimentación social más amplia y determinante.
- Antropología, cine y descolonización epistémica. Una aproximación histórica al LAAV_.
La más bella definición de la antropología contemporánea que conozco es la de Eduardo Viveiros de Castro, quien le asigna la tarea de convertirse en “la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento” (2010, p. 14). En esta definición, el antropólogo brasileño adopta una posición epistemológica explícitamente disidente con “el mainstream de la disciplina”, según su propia expresión. En el mismo libro, llamado Metafísicas caníbales, Viveiros de Castro indica entonces que el actual estándar disciplinario, “en perfecta coherencia con la axiomática del capitalismo cognitivo en vigor, justifica una economía del conocimiento en la que el conocimiento antropológico aparece como un plus-valor simbólico extraído por el `observador´ del trabajo existencial del `observado´” (2010, p. 89). Esta ruptura epistemológica con el estándar disciplinario es paralela a la del LAAV_, que expone entre sus líneas prioritarias de investigación y creación “la búsqueda de la igualdad y la responsividad en el encuentro etnográfico y la reconsideración de la relación jerárquica entre observador y observado” [3].
La situación actual de la antropología es paradójica. Vinculada desde su nacimiento con el colonialismo, ha sido sin embargo a partir de sus cuestionamientos críticos que la colonialidad, el etnocentrismo y el racismo se han podido ir sacando a la luz, tanto en su aspecto teórico como en sus dispositivos prácticos. Y sin embargo, el estándar académico contemporáneo sigue implicado en una asimetría fundamental con su objeto, anclado en unos presupuestos partícipes del colonialismo epistémico de la modernidad occidental. Marshall Sahlins habla, no sin ironía, de ese estándar académico como de “una ciencia multiusos del `gen egoísta´”, que se siente legitimado a “explicar todo tipo de formas culturales por una predisposición innata al interés personal de signo competitivo” (2011, p. 20). Desde una perspectiva crítica y genealógica, Sahlins reconstruye entonces los dispositivos teóricos que han hecho posible este posicionamiento político del mainstream disciplinario, para poner en evidencia que, “olvidándose de la historia y de la diversidad cultural, estos entusiastas del egoísmo evolucionista no logran reconocer al sujeto burgués clásico en su retrato de la llamada naturaleza humana”.
Por otra parte, la práctica académica de la antropología ha estado desde el inicio estrechamente vinculada a los desarrollos del cine. La etnografía iniciada por Franz Boas, que da paso al “trabajo de campo” como indispensable laboratorio experimental de la disciplina, es prácticamente paralela al nacimiento del cinematógrafo. Este paso “sobre el terrero” y, por lo tanto, “la experimentación, convertían al cine y a la etnografía en hermanos gemelos de una empresa común de descubrimiento, de identificación, de apropiación”, como escribe Marc Henri Piault en Antropología y cine (2002, p. 19). La experimentación y los cuestionamientos epistemológicos recorren desde entonces la historia del cine etnográfico, que hace desde sus inicios un uso del cine como instrumento de conocimiento. Ahora bien, ¿qué es conocer? Todas las formas de apropiación, de colonización y de expolio se entremezclan en esta pregunta, que la propia antropología no ha cesado de problematizar tratando de despegarse de su complicidad con el colonialismo. A pesar de todos los desplazamientos metodológicos y los cuestionamientos epistemológicos que antropología y cine han ido realizando históricamente en su experimentación común, el estándar de las prácticas contemporáneas de ambos sigue siendo la relación de extracción de plusvalías simbólicas (y económicas) establecida por el dispositivo observador sobre las existencias observadas, en una capitalización generalizada de las imágenes de la alteridad. El neoliberalismo es otro nombre del neocolonialismo.
También la historia del cine, por su parte, es inseparable de “la eficacia colonizadora del cine norteamericano”, según diría otro brasileño, el gran cineasta Glauber Rocha (2011, p. 64). La tarea de descolonización permanente del pensamiento, asignada por Viveiros de Castro a la antropología, corre así pareja de la tarea de descolonización del cine que se atribuyeron cineastas del entonces llamado Tercer Mundo como Glauber Rocha o Jorge Sanjinés, entre tantos otros. Los “cines periféricos” (Alberto Elena) que emergieron en los años sesenta del pasado siglo, en algunos casos a la par de los procesos de descolonización política (como en África) supieron entender que el cine que fabricaba el colonizador era un modo extraordinariamente eficaz de colonización cultural. Getino y Solanas hablaban explícitamente de “descolonización de la cultura” a través de un nuevo cine, como recuerda Robert Stam (2001, p. 122). No hay que olvidar, por otra parte, que el cine hollywoodiense apoyaba también su eficacia colonizadora en el monopolio casi total de distribución de películas que tenía en las salas cinematográficas del mundo entero.
Ese cine colonial norteamericano es el que nos ha educado cinematográficamente. La emergencia de los “nuevos cines” de todo el mundo en el siglo XX se puede observar entonces como un movimiento generalizado de descolonización de las formas de hacer y de mostrar respecto del cine hegemónico y monopolístico de Hollywood (y de sus múltiples réplicas locales), al que comprenden como instrumento determinante del neocolonialismo emergente. El caso de Jean Rouch es paradigmático en este sentido (Arensburg, 2010). Con su cámara al hombro y equipos reducidos de colaboradores autóctonos, Rouch renueva las formas fílmicas tanto como la relación etnológica establecida entre él (el observador) y las personas observadas (africanas). Su influencia como cineasta es determinante para la Nouvelle Vague (especialmente para Jean-Luc Godard), movimiento que emprende una auto-etnografía cinematográfica de la sociedad francesa en clave de revolución estética, política y afectiva. Como etnólogo, Jean Rouch promueve la conversión en cineastas de gran parte de las personas que han colaborado con él, posibilitando así la inversión de la relación etnológica: las personas “observadas” se convierten, a su vez, en “observadoras”.
Entre esas personas que devinieron cineastas con el apoyo de Jean Rouch se encontraba por cierto Safi Faye, la primera mujer del África subsahariana en realizar un largometraje (Arensburg, 2010). Africanos y africanas empiezan entonces a hacer su propio cine, su auto-antropología fílmica. En tanto que hombre blanco occidental, Rouch no se sentía legitimado para problematizar en sus películas la situación de la mujer africana. Su opción fue otra: apoyar el aprendizaje y la producción fílmica de Safi Faye, mujer senegalesa, para hacerlo ella misma. El desplazamiento es crucial. Se trata aquí, ciertamente, de una posición “epistemológica, es decir, política”, como diría Viveiros de Castro (2010, p. 14).
Además de éste, otros tres desplazamientos decisivos en el dispositivo fílmico se relacionan directamente con el trabajo de LAAV_. El primero es el operado por Robert Flaherty, quien proyectaba el metraje filmado a sus protagonistas para contrastar con ellos sus pareceres, procedimiento único y singular de participación que fue sistematizado por Jean Rouch en los años cincuenta. El siguiente paso es el dado por Sol Worth y John Adair, que en su trabajo con las comunidades navajo entregan las cámaras a las mujeres y hombres de la propia comunidad para realizar el documental desde su singular punto de vista (Delgado, 1999, p.75; Piault, 2002). De este ensayo de desplazamiento en las técnicas de la antropología de campo resultó la serie Navajo Film Themselves (1966).
El siguiente paso sería enunciado por Foucault así: “Hay que intentar -sin que se pueda evidentemente lograr por completo- etnologizar la mirada que nosotros dirigimos sobre nuestros propios conocimientos” (1996, p. 22). Realizar, entonces, una etnología de nosotros mismos y no solamente de los otros, que es en cierto modo lo que realizó Michel Foucault en su propio trabajo. Este movimiento sería prolongado Gilles Deleuze y Félix Guattari con El Anti-Edipo, y poco más tarde por la sociología y la antropología de las ciencias, que empezaron a aplicar los métodos etnográficos a las propias prácticas científicas. El cinematógrafo, por cierto, realiza desde sus inicios ejercicios constantes de auto-etnografía (desde los Lumière pasando por Vertov, Jean Vigo, etc) pero no precisamente en sus prácticas declaradamente etnográficas, que se focalizan durante mucho tiempo en la mirada a las otras culturas. Hay que esperar a experiencias como Chronique d´un été (1961), por ejemplo, de Jean Rouch y Edgar Morin, para que la etnología de la propia cultura se haga explícita.
Todos estos desplazamientos resultan cruciales en la experimentación del LAAV_ y convergen en el cuestionamiento de la “autoridad etnográfica”, expuesto por James Clifford en un texto clásico (2001). A partir de la influencia de Foucault y Derrida en las universidades norteamericanas empiezan a surgir, en el ámbito textual, problematizaciones de la escritura etnográfica como tal y desarrollos de nuevas modalidades de escritura en etnografías experimentales, en la que fuera llamada antropología posmoderna (Reynoso, 2008). Emerge entonces una “antropología dialógica”, que pretende poner en cuestión la relación entre observador y observado problematizando el “quién” de la construcción del conocimiento en las monografías etnográficas. Ante esta situación, todavía en 1987, Marilyn Strathern (2008, p. 247) escribe que “es concebible que el texto etnográfico vaya más allá de la dialógica (la reproducción escenificada de un intercambio entre sujetos) a la heteroglosia (una empresa colectiva que da a todos los colaboradores el status de autor)”. Este último desplazamiento constituye otro de los antecedentes cruciales de la práctica del LAAV_.
Tanto el dialogismo como la heteroglosia son conceptos importados de la obra de Mijail Bajtin, autor ampliamente usado a partir del postestructuralismo y los estudios postcoloniales. También Robert Stam usa recurrentemente al pensador ruso en su estudio de las teorías cinematográficas. Por ejemplo, el concepto de Bajtin de “carnaval” es atribuido por Stam a la búsqueda de estéticas alternativas a la clásica de Hollywood, como las de Glauber Rocha, Godard o Buñuel (yo añadiría el ejemplo paradigmático de Djibril Diop Mambéty). “En la tesis de Bajtin, el carnaval adopta una estética anticlásica que rechaza la armonía y la unidad formal en favor de la asimetría, la heterogeneidad, el oxímoron y el mestizaje”, escribe Stam (2001, pp. 31 y 187). Junto con la decisiva influencia de Bertolt Brecht en todo el cine moderno, la carnavalización constituye sin duda una de las estrategias de descolonización cultural más interesantes del “tercer cine” y del “contracine” del siglo XX.
El dialogismo de Bajtin pone en evidencia que todo enunciado depende siempre de otros enunciados, cuya existencia se establece socialmente en un diálogo infinito entre ellos. En el uso de la lengua, este diálogo se convierte en una polifonía de voces que hablan en toda voz. La voz del otro habita siempre en mis palabras, en mi uso de la lengua y de los textos. Ese uso social determina además el modo en que la lengua se carga de valoraciones, es un uso fundamentalmente axiológico además de dialógico. Bajtin introduce de este modo la dimensión social en el uso de las lenguas y los textos y busca ubicar cada enunciado en sus contextos reales de enunciación, mucho antes que lo hiciera la teoría de los speech acts (Zavala, 1996; Lazzarato, 2010; Bajtin, 2011). En el límite, para Bajtin la propia subjetividad es dialógica y va construyendo una voz propia pero siempre múltiple, polifónica, habitada por muchas voces que dialogan y rivalizan entre sí, las voces de los otros que constituyen la propia. Prolongación de la dialogía, la heteroglosia define por su parte las luchas sociales por el significado, la rivalidad de los lenguajes por la atribución del sentido y la hegemonía simbólica (Reynoso, 2008, p. 26; Stam, 2001, p. 220).
En antropología, las prácticas de conocimiento se desarrollan fundamentalmente en el terreno de la textualización, mientras el instrumento fílmico, en sentido mayoritario y normativo, ha sido fundamentalmente un instrumento de observación, de recolección de datos. Lo mismo ocurre en la teoría del cine. Al texto le corresponde el saber, a las imágenes la observación. Es siempre cierto modelo inteligible construido a priori el que se pliega sobre lo sensible, el que se proyecta sobre la imagen para darle el sentido. Los modelos textuales y lingüísticos han sido hegemónicos en la teoría, tanto fílmica como antropológica, y lo siguen siendo en gran medida a través del uso de la noción de “representación” como supuesta tarea primordial de ambas. De hecho, la dilógica de Bajtin fue comprendida durante mucho tiempo como “intertextualidad”, según la formulación de Julia Kristeva (Compagnon, 2015, p. 130). En la heteroglosia de las imágenes, en la lucha social por el sentido audiovisual, la teoría ha privilegiado siempre modelos previamente construidos para proyectar el sentido sobre las imágenes, modelos que ha importado de otros campos como patrones pretendidamente universalizables de inteligibilidad. La proyección (en sentido cinematográfico) de lo inteligible sobre lo sensible sigue siendo nuestra particular Caverna platónica audiovisual. Es su forma de “modelización”, como diría Félix Guattari (2015). Los modelos textuales pueden cambiarse por modelos matemáticos, simbólicos o computacionales: el mainstream de la antropología seguirá siendo la modelización de su objeto.
Son los cineastas (por ejemplo Vertov, Eisenstein, Epstein, Rossellini, Rocha, Godard, Pasolini), los que consideraron desde muy pronto al cinematógrafo como instrumento de construcción de conocimiento en sí mismo, no de mera observación. No consideraron las formas visuales y sonoras estandarizadas como transmisores neutrales de cualquier contenido posible, sino como elementos determinantes e inseparables de los contenidos mismos. Forma y contenido son inseparables. La forma de expresión afecta decisivamente a todo acto de comunicación. Conscientes de estos problemas y tratando de desprenderse de toda actitud colonial, desde los años sesenta ya algunos cineastas etnográficos “teorizan sobre su propia actividad””, escribe Robert Stam, “cuestionándose su autoridad, a la búsqueda de una `creación cinematográfica compartida´, una `creación participativa´, una `antropología dialógica´” realizadas, ahora, cinematográficamente (2001, p. 324).
Todas estas búsquedas se pueden apreciar de diversos modos en nuestro presente. La reflexión metodológica y el cuestionamiento epistémico deberían entonces, necesariamente, ejercerse también desde el propio dispositivo audiovisual y sus procesos de captura: qué relación se establece entre observador y observado, quién tiene la cámara y quién la palabra, quién establece el “marco” de la observación y las metodologías de colaboración, quién construye el sentido a través de lo audiovisual y, también, para quién se hace lo que se hace (a quién sirve la experimentación audiovisual).
“En las películas etnográficas del pasado”, escribe Robert Stam, “la voz en off de los locutores, `científica´ y segura de sí misma, ofrecía la verdad sobre unos pueblos sin capacidad de réplica (incitando, en ocasiones, a los `nativos´ a realizar prácticas abandonadas mucho tiempo atrás)” (2001, p. 324). Sin embargo, la pregunta es: ¿esta es verdaderamente una práctica del pasado? ¿No sigue definiendo esta forma el estándar del documental contemporáneo, incluido el documental `científico´? A pesar de todos los desplazamientos y prácticas del cine etnográfico más consciente, que ha entendido el cinematógrafo como un instrumento de construcción del conocimiento y no de mera observación, el mainstream de las prácticas documentales contemporáneas sigue siendo el de las películas etnográficas del pasado. Como escribía Adrian Martin en 2003, “la cultura cinematográfica mundial todavía es, ante todo, una carretera de sentido único hacia Occidente” (Martin y Rosenbaum, 2010, p. 313). Y Martin se refería también a los modelos teóricos dominantes de comprensión del cine contemporáneo, que son modelos académicos de matriz occidental.
La reflexión epistemológica en antropología no ha dejado de cuestionarse el valor más o menos científico y “objetivo” de la propia disciplina y ha permitido ampliar el campo de la racionalidad a matrices racionales no occidentales. Es clásico el ejemplo de Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje, donde postula que el pensamiento concreto indígena va desde el fenómeno hacia el concepto, con rigor racional impecable, mientras que el pensamiento científico (abstracto) parte del concepto en dirección al fenómeno. A partir de la física cuántica, el edificio unificado de la ciencia mecanicista comienza por lo demás a desmoronarse, y la filosofía y la historia de las ciencias empiezan a desplazar los modelos clásicos de comprensión de su actividad. Karl Popper pone en evidencia que el conocimiento científico no deja de invalidarse a sí mismo en cada avance, haciendo que lo que pasaban por ser verdades objetivas en el pasado sean susceptibles de corrección continua. Norwood Hanson (y también Stephen Toulmin) muestran por su parte que en nuestra ciencia los “hechos” mismos están “cargados” de teoría, las observaciones empíricas son inseparables de la teoría que las orienta (D´Agostini, 2000, p. 493). La teoría precede a la posibilidad misma de existencia del hecho científico, lo selecciona entre la multiplicidad de hechos posibles. La ciencia implica un modo de ver, determinado encuadre sobre lo real en función de su marco de referencia. Lo inteligible se pliega sobre lo sensible, el modelo se proyecta sobre lo real. Y esta forma de operar, sin ninguna duda, funciona, produce efectos perfectamente reales y calculables.
Thomas Kuhn admite esta idea de la carga de teoría implícita en la observación, pero abre una nueva dimensión al sugerir que los hechos están también cargados de valoraciones. No hay una distinción fundamental entre hecho y valor: la práctica científica es un modo de ver el mundo, pero también de valorarlo en los modos en que se lo comprende y se interviene en él (Kuhn, 2006). Además, es a las comunidades científicas a las que corresponde determinar el fundamento de su propia praxis en función del consenso en torno a sus “paradigmas” (la gran noción de Kuhn), paradigmas que son inconmensurables entre distintas comunidades de práctica científica. La ciencia ni tiene unidad ni funciona en la práctica por acumulación, sino que es discontinua y está completamente historizada. El más radical de los filósofos de la ciencia, Paul Feyerabend, sumará a todos estos debates una crítica radical del “método” y del privilegio científicos, al mostrar que no existe una metodología científica como tal. Esto es un auténtico mito metodológico, como postular que la unidad de la ciencia es un mito epistémico. La ciencia no tiene entonces para Feyerabend ningún privilegio sobre otras prácticas cognoscitivas. Se postula así un pluralismo epistémico y metodológico abierto entre culturas diversas, además de una asimilación de la creación científica a la artística, una comprensión de la ciencia como arte (Feyerabend, 1974, 2008). Lejos de que la ciencia pueda ser la policía epistemológica del mundo, para Feyerabend son las prácticas científicas las que deben ser socialmente controladas en sus compromisos y efectos en el marco de una sociedad democrática.
El trabajo de Karin Knorr Cetina, La fabricación del conocimiento, constituye un acontecimiento pionero en los estudios sociales de la ciencia, prácticamente contemporáneo del también clásico La vida en el laboratorio. La construcción de los hechos científicos, de Bruno Latour y Steve Woolgar. En su trabajo sociológico de investigación sobre las prácticas científicas de laboratorio, Knorr Cetina revela el “carácter situacionalmente contingente, circunstancial, de la construcción del conocimiento, una argumentación que muestra las selecciones del laboratorio como contextuales y la práctica de la ciencia como local” (2005, p. 108). Por su parte, Latour y Woolgar (1995), que también empiezan a aplicar métodos etnográficos para el estudio de las prácticas científicas, revelan también con datos empíricos el carácter constructivista del conocimiento científico, el modo en que los hechos científicos se construyen: están, precisamente, hechos (en el sentido de hacer).
El problema no es deslegitimar las prácticas científicas, sino poner en evidencia que la ciencia misma es un modo específico de abordar lo real y de resolver problemas en función de criterios de predicción, aislamiento y control de ciertos fenómenos. La ciencia ni está unificada ni constituye una explicación universal sobre el mundo y lo real. Sus prácticas reales están implicadas en intereses cognoscitivos muy diversos y dependen de mercados concretos de valoración para la financiación de sus investigaciones. Las ciencias, hoy, son una mercancía entre otras. Es necesario por tanto hacer frente a sus efectos sobre el mundo y “resistir a la irracionalidad social de las ciencias” de la que habla Isabelle Stengers (1991, p. 187). Se trata de un problema político tanto como epistemológico: ¿qué privilegio de “autoridad” puede seguir atribuyéndose la ciencia sobre los otros modos de conocimiento?
La antropología académica y “científica” ha calificado desde sus inicios en la categoría de “cultura” las prácticas indígenas de conocimiento. La gran partición antropológica no es solamente la de naturaleza/cultura, o la que se establece entre “nosotros” (occidentales civilizados y racionales) y el resto (irracionales y por civilizar). La gran partición es también la que se da entre aquello que es considerado “conocimiento” (exclusivamente lo que obedece a la matriz occidental de saber-poder) y aquello que es calificado de “cultura”, es decir la totalidad de prácticas epistémicas cuya matriz no es occidental. Estas prácticas cognoscitivas son calificadas de “saberes locales” o “tradicionales” por la antropología estándar, ya que no se subordinan a los criterios occidentales de validez científica. Resultan cruciales entonces aquellas prácticas implicadas en epistemologías alternativas o en “epistemologías del Sur”, como las han denominado Maria Paula Meneses y Boaventura de Sousa Santos (2016), que dan cuenta de la pluralidad epistémica del mundo.
Se trata también de la emergencia reciente de una perspectiva descolonial, trabajo teórico colectivo sobre la “modernidad-colonialidad” occidental que practica una descolonización epistémica activa de la “matriz colonial de poder y de saber” (Aníbal Quijano). Esta perspectiva es crucial también para evidenciar el racismo epistémico involucrado en la empresa colonial de la modernidad, que sigue vivo en el neocolonialismo de la globalización. Achille Mbembe (2011, 2016) ha estudiado en este sentido la “necropolítica”, el “gobierno privado indirecto” ejercido sobre África y el “devenir negro del mundo”, articulando una perspectiva descolonial sobre las prácticas del racismo contemporáneo.
La gran partición epistémica occidental entre conocimiento y cultura es, además, una colonización también interna. En el seno de las propias culturas occidentales solamente se considera conocimiento pleno aquello que resulta validado por el conocimiento científico, quedando el resto de prácticas cognoscitivas en el apartado de “saberes” (prácticos o tradicionales) o el más amplio de “prácticas culturales”. Hacia el exterior tanto como hacia el interior, la matriz epistémica moderna, occidental y colonial, ha practicado un “epistemicidio” generalizado, como lo califican Meneses y Santos (2016, p. 8). De este modo, en el proceso de descolonización permanente del pensamiento que podría ser la antropología que nos es contemporánea, resulta crucial la descolonización del conocimiento mismo, la invención de metodologías cognoscitivas cuya matriz arraigue en prácticas epistémicas alternativas. En la antropología reciente surgen entonces la rica noción de Roy Wagner de una “retroantropología” (reverse anthropology), las ideas fuerza de Marilyn Strathern de una “estética indígena” y un “análisis indígena”, la “antropología simétrica” de Bruno Latour o la simetría generalizada de la “cosmopolítica” de Isabelle Stengers, que llevan a Viveiros de Castro a postular el desarrollo de una “antropología invertida”, es decir hacer etnoantropología desde las propias prácticas indígenas de conocimiento (Viveiros de Castro, 2010, pp. 21, 59, 74).
También la epistemología feminista resulta determinante para el cuestionamiento de la supuesta autoridad científica sobre el resto de perspectivas cognoscitivas. En un excelente y reciente artículo, llamado “Pensar con cuidado”, María Puig de la Bellacasa ha utilizado el pensamiento de Donna Haraway como guía para reflexionar sobre el cuidado, la relacionalidad y la interdependencia de los mundos de vida, cuestiones determinantes en la epistemología feminista. El “pensar con cuidado” implica la asunción de la interdependencia y la relacionalidad de los mundos de vida y pone activamente en juego “un pensamiento-con, comprometido con un colectivo de creadores de conocimiento. Lo que aquí emerge es un sentido concreto de pensar con cuidado que añade complejidad al intento por devolver afecto al conocimiento: los vínculos de pensamiento hacia los mundos que nos importan, de los que cuidamos” (2017, pp. 30 y 32). Para profundizar en una interpretación del conocimiento a través del cuidado, Puig de la Bellacasa señala en su artículo también a Sandra Harding y su “teoría del punto de vista feminista”, a saber: “que el conocimiento comprometido con el `pensar desde´ experiencias marginalizadas podría ser un conocimiento mejor y ayudar a cultivar epistemologías alternativas que desdibujaran los dualismos dominantes” (2017, p. 40).
El trabajo del LAAV_ desarrolla “la investigación sobre grupos o contextos en riesgo de exclusión social o de desaparición”, tal como explicitan en sus líneas prioritarias de investigación y creación. Paralelamente, es desde “las experiencias de los oprimidos” que, según Boaventura de Sousa Santos, pueden delimitarse criterios de evaluación para las epistemologías del Sur Global, alternativas epistémicas que emergen de la ruptura con la epistemología moderna occidental y su colonialidad del ser y del saber (Nunes, 2016, pp. 219 y ss). También en la historia de la crítica feminista del conocimiento (explícitamente reivindicada por los proyectos descoloniales y de subversión epistémica) han resultado cruciales las experiencias de comunidades en lucha (como las de las mujeres feministas negras). En estas experiencias se ha instituido “el punto de vista como política del conocimiento”, como dice María Puig de la Bellacasa: una práctica cognoscitiva implicada en la transformación de las “situaciones que marginalizan y oprimen formas de vivir y conocer concretas”, y que permite entonces “construir sobre un conocimiento creado en luchas contra condiciones de opresión” (2017, p. 40).
Según otra de las líneas prioritarias de investigación y creación del LAAV_, el proyecto se plantea explícitamente “la puesta en cuestión del concepto de autoridad etnográfica y la puesta en valor de los saberes profanos junto a los saberes expertos”. Esto implica una atención creciente a los efectos sociales del conocimiento, algo en lo que también coinciden las perspectivas feministas y descoloniales. Para Bruno Latour (2013), una “democracia de las ciencias” puede acceder al “sentido de lo común” a través de la negociación recíproca y de los procesos dialógicos entre saberes expertos y no expertos, entre prácticas cognitivas diversas socialmente negociadas. Las ciencias humanas no pueden seguir tratando a las otras culturas o a las “personas cualquiera” de la nuestra propia como objetos de un supuesto conocimiento privilegiado (objetos que se fabrican como “ignorantes” sobre el fondo del falso privilegio cognitivo del “experto”, único sujeto en esta representación), sino que deben implicarse con ellos en el tejido pragmático de un conocimiento socialmente negociado, que ponga en cuestión a la “policía epistemológica” de los expertos, como sugiere Latour (2008).
La inclusión de la alteridad en la creación activa del conocimiento, que es una de las bases de la práctica del LAAV_, remite también a las subversiones del cine etnográfico que, como explica Robert Stam, empezaron a activar en los sesenta “la participación efectiva del `otro´ en todas las fases de producción, incluyendo la producción teórica” (2001, p. 324).
Ahora bien, en todo esto emerge otro problema completamente actual. Marina Garcés lo ha puesto en evidencia el capítulo “La estandarización del pensamiento” de su libro Filosofía inacabada (2015). En ese texto Garcés aborda el problema de la escritura en el actual modo de circulación del conocimiento teórico (ella lo enfoca en función de la escritura filosófica). Los protocolos académicos están estandarizando toda expresión textual a través de los rankings de excelencia universitaria. La clave del control que existe en la actual producción de conocimiento teórico, nos muestra Garcés, se encuentra “en torno al paper (dicho en inglés) o artículo de investigación científica. En la universidad global actual todo profesor e investigador, sea del ramo que sea, tiene que ser única y exclusivamente un productor de artículos de investigación científica de impacto en los rankings internacionales de evaluación de la investigación. Los libros, el ensayo o la creación, la actividad cultural y social, incluso la docencia han dejado de tener valor alguno” (2015, p. 65). El problema es enorme y tiene varios niveles. Lo que plantea en primer lugar el paper es “un estándar de escritura en relación con lo escrito”. Ante todo, separa forma y contenido, dice Garcés. Con ello el paper tiende al silenciamiento de la propia voz, es un estándar formal que borra el cuerpo y el afecto de un texto ya formateado, anulando el “carácter encarnado y experimental” de la escritura. ¿Quién habla en el paper? El experto. En el paper solamente habla el experto, que en la lengua estandarizada de la academia se dirige a sus homólogos en un circuito autorreferencial de valorización y legitimación.
Escribe Marina Garcés: “esta estandarización del lugar de enunciación y de los interlocutores de la escritura, tiene como segunda consecuencia la anulación de la experiencia” (2015, p. 66). Para el experto, la escritura no es un lugar de experiencia sino de exposición de resultados de investigación. “El experto no hace de la escritura un lugar de experiencia, ya que precisamente sólo puede aventurarse a la experiencia de su propia transformación quien está dispuesto a perder lo que ya sabe”, escribe Garcés (subrayado mío). Finalmente, “los ranking, establecidos por empresas de evaluación anglosajonas, premian la publicación en revistas de su ámbito lingüístico-cultural, con lo cual la escritura académica, a día de hoy, se encuentra cada vez más subordinada al inglés como lengua única”. ¿Alguien habló de neocolonialismo? La universidad global actual es el lugar de un neocolonialismo lingüístico, cognoscitivo y expresivo de grandes dimensiones. El “monolingüismo” académico, como diría Bajtin, pretende aniquilar la polifonía expresiva del mundo y su plurilingüismo constitutivo.
La lengua se considera de este modo un mero vehículo neutral de transmisión, y esa lengua es por supuesto la del colonizador. Se trata de una manera clásica de silenciar la alteridad en las prácticas coloniales. Desde esta premisa colonizadora se instituye actualmente el paradigma del “multiculturalismo”: una cultura dominante tolera, acepta y reconoce la existencia de otras culturas, siempre que el diálogo entre ellas se dé en la lengua dominante y en el marco conceptual que esa cultura impone como único (Meneses y Santos, 2016, p. 10). Muy otra es la práctica dialógica de la “interculturalidad”, que es un concepto indígena, como recuerda Walter Mignolo (2015). Para que se dé un diálogo intercultural es preciso que sean reconocidas las formas alternativas de racionalidad propias de cada cultura, sus valores y modos de conocimiento, ámbitos que están en gran medida contenidos en las singularidades de la propia lengua. Marina Garcés habla del “ridículo” que afecta a la filosofía al “tener que presentarse a sí misma como investigación científica”, según ocurre con la actual “homologación de la actividad universitaria a los estándares internacionales”. Y es que esa concepción de la filosofía es la que se ha tenido y se tiene, de manera dominante, en la llamada “filosofía analítica”, hegemónica en el mundo anglosajón desde mediados del siglo XX (D´Agostini, 2000).
La historia y los estudios de la ciencia han mostrado que toda ciencia es local, procesual, situada en un contexto y en un devenir históricos irreductibles. No es posible ya pensar que existe una ciencia unificada, con criterios de validez universal. Isabelle Stengers ha demostrado este carácter local y construido de las prácticas científicas en diversos trabajos fundamentales (1990, 1991, 1993). En vez de la idea mitológica de una Ciencia que actúa desde afuera o por encima de las situaciones, en un cielo ideal y desencarnado de supuesta neutralidad, y que se encuentra debidamente purificada de todo afecto e interés, vemos emerger la realidad pragmática de unas prácticas científicas implicadas directamente en sus contextos sociales, con dispositivos situados e historizados, con actores concretos y agencias específicas, con sensibilidades, afectos y valoraciones determinantes tanto en los contextos de descubrimiento como en los de justificación (1991, pp 179 y ss). Sin embargo, sigue circulando el mito de una Ciencia unificada, con criterios universales de validez y funcionamiento. A este mito social de la Ciencia (y su colonialidad y autoritarismo intrínsecos, de los que participa el mainstream académico global), Isabelle Stengers opone la realidad empírica de las prácticas científicas y sus condicionantes, compromisos, rivalidades y guerras por el prestigio y la financiación (2017, pp. 67 y ss).
Algo similar puede decirse del Cine, del que existe un auténtico mito social que prácticamente oculta la diversidad de cines que se producen y circulan por las arterias minoritarias del sistema audiovisual global. En La crisis de los medios (2017), Peter Watkins ha señalado de qué modo la Monoforma (la matriz de expresión audiovisual dominante, unívoca y excluyente) condiciona de manera aplastante las expresiones audiovisuales del presente. Existe un colonialismo audiovisual que nos es contemporáneo, el de esa Monoforma heredada del cine clásico y del poder expansivo de Hollywood, que se impone masivamente en las representaciones contemporáneas de lo audiovisual tanto como en sus dispositivos prácticos. Para Watkins, educado como realizador en la BBC, esa Monoforma domina incluso los noticiarios televisivos. A día de hoy, dice, no solamente las películas de Hollywood y sus múltiples réplicas monopolizan prácticamente las parrillas televisivas y las salas de cine, sino que los propios productos de información hegemónicos están fabricados bajo su mismo esquema formal y narrativo.
Eso es el mainstream: la estandarización del lenguaje académico de producción teórica a través del paper, como señala Garcés, y la homologación de determinada forma audiovisual como supuesta transmisora universal de cualquier tipo contenidos (la Monoforma de Watkins). Marina Garcés habla de la separación de forma y contenido que implica la estandarización formal del paper y de sus consecuencias catastróficas. Peter Watkins (2017) hace lo propio señalando algo que me parece crucial: que no es posible subvertir la eficacia colonizadora de la Monoforma audiovisual aceptando, precisamente, su totalitarismo formal y cambiando simplemente de contenidos. Renovar el diálogo (fílmico, político o antropológico) no es solamente cambiar de contenidos, sino también y fundamentalmente las formas en que éstos se producen. “Las herramientas del amo nunca van a desmontar la casa del amo”, decía Audre Lorde [4]. También Hito Steyerl ha tratado este tema en su ensayo La articulación de la protesta. Lo que cuestiona Steyerl en su artículo es si es posible alcanzar un objetivo contra-hegemónico reproduciendo los medios expresivos hegemónicos. Ya que los productos realizados con propósitos diferentes “son formalmente semejantes, sus posiciones diversas se estandarizan y se hacen comparables”, dice Steyerl. Analizados “a nivel del lenguaje estandarizado de la forma” resulta fundamental cuestionar esta “forma estética de concatenación que adopta sin cuestionamientos los principios organizativos de su adversario” (2014, pp. 86 y 87). Ninguna forma estética audiovisual es neutral, la Monoforma está cargada ya de posiciones políticas y de valoraciones prácticas sobre la sensibilidad, el pensamiento, los afectos y la percepción.
La llamada antropología visual o audiovisual, en sus desarrollos estándar en el seno del actual mainstream académico y mediático, asimila perfectamente la Monoforma como propia. El antropólogo Manuel Delgado escribe irónicamente sobre “eso que se ha dado en llamar, tan inmodestamente, antropología audiovisual, cuya pretensión es hacer que el documental hable de estructuras sociales y de culturas” (1999, p. 68). Ciertamente, esa tendencia a la generalización, a la exposición discursiva que pretende explicar todo desde las alturas (la voz en off como voz del dogma cognitivo en vigor y las imágenes como mera ilustración del dogma) es un rasgo común de los documentales estándar, incluidos los del mainstream antropológico. Delgado cita en el mismo texto el programa de estudiantes de cine etnográfico elaborado por Timothy Asch en 1991 para la llamada Escuela de Harvard, basado en “tomar los conceptos intelectuales de la antropología y encontrar la forma de expresarlos en película” (1999, p. 69). Una vez más, se trata de la proyección de lo teórico sobre la imagen, de la imagen considerada como mera ilustración o “representación” de las ideas previamente elaboradas.
Resulta entonces extremadamente relevante la calificación de “experimental” aplicada al trabajo desarrollado por el LAAV_. Si las prácticas de los documentales estándar, en antropología como en cualquier otro campo de conocimiento, continúan aplicándose a la mera ilustración de modelos preexistentes, de explicaciones ya elaboradas que las imágenes solamente vendrían a ilustrar, lo experimental marcaría precisamente la inversión pragmática de este prejuicio tan extendido. Como escribió John Cage en Silencio (2007), “la palabra experimental puede convenir, con tal que no sea comprendida como designando un acto destinado a ser juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente como designando un acto cuyo resultado es desconocido”. Como diría Marina Garcés, se trata de hacer de la escritura una experiencia no estandarizada, un lugar de exposición y transformación de nosotros mismos. Para el LAAV_, ese tipo de experiencia se realiza también a través de la escritura audiovisual, que tampoco conoce formas neutrales de transmisión. Necesariamente se apela entonces en el LAAV_ a “la emancipación de la imagen y el sonido de su mero uso ilustrativo”, según consta entre sus líneas prioritarias de investigación y creación. Para poder desarrollar este tipo de experiencia, es fundamental romper con la estandarización propia de la escritura audiovisual, poner en jaque la Monoforma y su uso pretendidamente neutral, operar un cuestionamiento radical de las formas visuales y sonoras hegemónicas.
Hay un diálogo interminable entre imágenes y textos, entre ver y hablar. De ese diálogo emerge un conocimiento abierto, plural y siempre en proceso. Pero ambos lados se encuentran actualmente férreamente formateados en estandarizaciones formales específicas. En referencia a Foucault, escribe Deleuze: “Pensar es ver y es hablar, pero pensar se produce en el intervalo, en el intersticio o la disyunción entre ver y hablar” (Morey, 2014, p. 283). Nada cambia en el pensamiento si no se movilizan nuevos recursos expresivos, nuevas experiencias de escritura. La pregunta es también: ¿qué entendemos por conocimiento? ¿La representación, control y manipulación del objeto? ¿O la transformación del propio sujeto que conoce en la experiencia del conocer?
Desde un punto de vista disciplinario, Manuel Delgado escribe sobre una antropología fílmica que estaría “orientada -incluso sin la intervención de la cámara- por el cine como forma radical de observación directa de los materiales -verbales, gestuales, sonoros y corporales- de la actividad humana” (1999, p. 82). Con ello se define un uso de lo cinematográfico como matriz de percepción y de pensamiento propiamente antropológicos, posibilitando “una antropología que se dejase orientar por la manera como la cámara y el montaje pueden trabajar lo real”. De ese trabajo de lo real se desprende entonces un valor cognoscitivo que caracterizaría a las imágenes fílmicas, que se muestran capaces de cambiar en su experiencia al sujeto de conocimiento. “Si bien es cierto que todo cine es de por sí antropológico”, escribe Delgado, “puesto que toda película nos informa de una manera u otra sobre la condición humana, no lo es menos que todo antropólogo es ya de algún modo un cineasta, es decir alguien que en su mirada está reproduciendo un esquema de percepción y de conocimiento que es, de por sí, cinematográfico”. Esta es también la “función estética o noética” que Deleuze atribuye al cine en la época de las sociedades de control (1995, p. 122).
Este valor cognoscitivo o función noética de lo fílmico implica una práctica de “conocimiento situado”, según la formulación de Donna Haraway (19991). En cada proyecto del LAAV_ se ensaya y se pone a prueba una variante de su dispositivo experimental, que incluye lo audiovisual como instrumento de escritura y conocimiento dentro de una experimentación social más amplia. La experimentación de ese dispositivo concreto en situaciones concretas será así la que puede dar acceso a una experiencia de conocimiento no prefabricada, no ilustrativa de ningún modelo previo. De lo que se trata es de realizar experimentos cognoscitivos que ponen a prueba la capacidad heurística del dispositivo aplicado (siempre susceptible, por cierto, de ser modificado durante el proceso). Esta inversión experimental de la perspectiva constituye, sin duda, uno de los giros fundamentales que vinculan el trabajo de LAAV_ con una descolonización procesual del pensamiento, la antropología y las prácticas audiovisuales.
En su profundidad antropológica, el valor cognoscitivo de las imágenes del LAAV_ se alcanza siempre a partir del “ensayo y error” (expresión de Chus Domínguez) con los dispositivos fílmicos que pone en juego. Como diría María Puig de la Bellacasa, “es una tecnología práctica que se revela a la vez como descriptiva (inscribe) y como especulativa (conecta). Construye relación y comunidad, es decir, posibilidad” (2017, p. 34). La antropología no es únicamente la disciplina académica que ha sido designada con tal nombre. Cada cultura tiene su propia antropología, su propio saber sobre sí misma, sobre la sociedad y lo humano en general. Si bien es cierto que el cine es de por sí antropológico, como dice Delgado, no es menos cierto que toda persona es de algún modo cineasta, además de antropóloga, en el contexto contemporáneo de digitalización del mundo. Ese es el ámbito que, a mi entender, explora admirablemente el trabajo experimental del LAAV_, que valoriza y legitima a personas cualquiera como antropólogas y cineastas.
- La Rara Troupe. Subversiones metodológicas y experimentación social.
La experimentación colectiva de más largo recorrido del LAAV_ es la de La Rara Troupe. Grupo heterogéneo de personas que se reúnen desde hace cinco años para pensar y experimentar con lo audiovisual, en su web se definen así: “La Rara Troupe somos un grupo de trabajo en torno a la salud mental que utilizamos la creación audiovisual desde la auto-representación y la narración en primera persona”. Una de las actividades del grupo consiste en reunirse periódicamente para ver películas y comentarlas. Hay un primer acercamiento a lo audiovisual a partir de las imágenes de otros, de trabajos cinematográficos no convencionales que ejercen un “desmontaje” de las referencias del mainstream de la cultura mediática. Se comentan colectivamente esas películas, flujo conversacional que sirve también para estimular las “ganas de hacer”, como dice Chus Domínguez, y se empieza paralelamente a experimentar con dispositivos audiovisuales sencillos. “Un momento decisivo para el grupo es la apertura a personas no diagnosticadas u hospitalizadas”, explica Belén Sola. “Se comienza entonces una nueva etapa de trabajo donde la experimentación social como grupo heterogéneo y diverso es paralelo a la experimentación audiovisual activa” [5]. Entre experimentación social y audiovisual, lo que en La Rara Troupe se pone en cuestión de manera fundamental es la noción de normalidad.
En esta rara pandilla hay, pues, personas con diagnóstico clínico de salud mental y otras que no lo tienen. En sus piezas audiovisuales, sin embargo, no se hace distinción alguna entre unas y otras. Comienzan a trabajar en 2012 a partir de “videocartas”. El primer objetivo es que cada cual escriba en primera persona con medios audiovisuales. Hay en esa estrategia un primer gesto de afirmación y creación subjetivas, pero además se establece un proceso dialógico colectivo que va haciendo circular los flujos de imágenes y palabras entre todo el grupo. Singularización y multiplicidad. A partir de ahí la experimentación va multiplicando y diversificando sus experiencias en el curso del tiempo, provocando acontecimientos nuevos y singulares, utilizando siempre para ello una tecnología de bajo coste y fácil acceso. Se han realizado programas de radio, diversas piezas audiovisuales y sonoras, ciclos de películas y encuentros con profesionales y artistas. Se forma también un grupo de lectura en el que se comparten textos y se posibilitan diálogos con las personas que los han producido, procesos dialógicos que se relacionan e inciden en la producción audiovisual del grupo. La multiplicidad de recursos expresivos y la relación con el exterior del grupo forman parte de la propia dinámica experimental, así como la transversalidad de las prácticas.
Por lo demás, en La Rara Troupe se hace siempre especial hincapié en “la capacidad de expresión de todos los integrantes del grupo y en el trabajo colaborativo”, y se definen como “proyecto colectivo en proceso y abierto con una perspectiva crítica y (de)constructiva”. Esta apelación crítica a una (de)construcción (con revelador paréntesis) puede entenderse de dos maneras complementarias: como “desmontaje” de los códigos mainstream del audiovisual y de la antropología, y como constructivismo experimental de ambas. De este modo, se deconstruyen activamente los estereotipos sociales sobre la locura construyendo, inseparablemente, nuevas formas sociales de relación. La experimentación colectiva a partir de una pragmática procesual y su apertura rizomática al trabajo en red no apelan entonces tanto a un método deconstructivo (en el sentido textual del término) como al experimentalismo conceptual y constructivo que desarrollaron Gilles Deleuze y Félix Guattari. La experimentación social es también, a través de la práctica audiovisual, una experimentación mental, un proceso colectivo de producción subjetiva.
De hecho, La Rara Troupe ha adoptado como propio el concepto de agenciamiento, según me ha explicado Belén Sola. Un agenciamiento, para Deleuze y Guattari, es siempre doble: “a la vez agenciamiento maquínico de cuerpos y agenciamiento semiótico de signos” (Lapoujade, 2016, p. 203). Los modos en que cada cual ejerce su capacidad de expresión en La Rara Troupe son múltiples y diversos, como los agenciamientos mismos. No se insiste en la toma de la palabra ni de la cámara, se respetan los procesos personales porque también son procesos políticos. Crear espacios comunes donde poder devenir, desde la construcción común de lo colectivo y el respeto a los procesos personales y subjetivos, es así la principal premisa de La Rara Troupe. Una máquina experimental como esta no es “autónoma”, funciona siempre a partir de la interdependencia que se genera en los agenciamientos, en un entramado relacional de cuerpos, de palabras y de imágenes interdependientes.
Entre las líneas prioritarias de investigación y creación del LAAV_ se habla de “la auto-reflexividad, en cuanto a la visibilización tanto de los procesos (creativo y de investigación) como de la interacción entre los agentes participantes”. Belén Sola dice que en el LAAV_ “existe un único dispositivo experimental donde se entrelazan herramientas, modos y maneras de accionar. Y es allí donde se puede dar la capacidad de crear. Nos convertimos en sujetos que enunciamos y creamos las imágenes (que también son los cuerpos comunes)”. En la experimentación audiovisual de La Rara Troupe, los dispositivos técnicos (cámaras y audio) son desde el principio manejados directamente por las personas implicadas, que experimentan una nueva relación con el mundo, con el grupo y consigo mismos a partir del dispositivo audiovisual. El montaje es, también, un largo proceso de debate colectivo y cada plano está consensuado por el grupo implicado. La experimentación audiovisual sostenida lleva entonces, en algunos casos, a la realización de una pieza cinematográfica de pleno derecho. Es el caso de Son curiosos estos días de La Rara Troupe. Pero esta película es un efecto emergente de la experimentación social y subjetiva del grupo, no una premisa de partida de su trabajo colectivo. Este hecho es fundamental para valorar la eficacia heurística y política de La Rara Troupe.
Para esta valoración me parece muy interesante recurrir al cambio de paradigma que, como ha mostrado Reinaldo Laddaga, se está dando en ciertas prácticas artísticas: la emergencia de lo que Laddaga llama un nuevo “régimen práctico” de las artes. Laddaga detecta una conexión creciente entre las prácticas artísticas y las cognoscitivas, que se encuentran implicadas en procesos colectivos de experimentación social. Analiza entonces una serie de prácticas que implican “menos la realización de objetos concluidos que la exploración de modos experimentales de coexistencia de personas y de espacios, de imágenes y tiempos” (2010, p. 44). Los proyectos que fueron analizados por Laddaga implicaban “la colaboración de artistas y no artistas” en una experimentación implicada en “la invención de mecanismos que permitieran articular procesos de modificación de estados de cosas locales”. A esto se suma “el diseño de dispositivos de publicación o exhibición que permitieran integrar los archivos de estas colaboraciones de modo que pudieran hacerse visibles para la colectividad que las originaba y constituirse en materiales de una interrogación sostenida, pero también circular en esa colectividad abierta que es la de los espectadores y lectores potenciales” (2010, pp. 15 y 8).
Todas estas características son perfectamente aplicables al LAAV_ en general, y a la Rara Troupe en particular. Laddaga analiza sin embargo un solo proyecto cinematográfico, La commune (Paris, 1871) de Peter Watkins, que veremos en detalle más tarde en relación al Proyecto Teleclub. El cine de no ficción contemporáneo, en tanto que dispositivo de conocimiento crítico con rigor estético, encuentra muchas dificultades para una implicación real en procesos colectivos de experimentación social. Y es que los proyectos que analiza Laddaga comenzaban “a interesarse menos en construir obras que en participar en la creación de ecologías culturales” (2010, p. 9). Los dispositivos normativos de circulación y recepción del cine soportan mal esta devaluación de la obra, esta autonomía circulatoria en la implementación de dispositivos propios de publicación de los procesos. El dispositivo complejo del LAAV_ no tiene necesidad de plegarse a las exigencias normativas de los circuitos cinematográficos, y permite también la producción de conocimiento teórico que no tiene que formatearse según los estándares académicos. Por lo demás, para el LAAV_ tienen gran importancia los encuentros, como los que realizan cada año para debatir y poner en común sus experimentaciones con otros proyectos e investigaciones similares.
“Los proyectos que me interesan”, escribe Laddaga en Estética de la emergencia, “son constructivistas (…) dan lugar al despliegue de comunidades experimentales, en tanto que tienen como punto de partida acciones voluntarias, que vienen a reorganizar los datos de la situación en que acontecen de maneras imprevisibles, y también en cuanto a través de su despliegue se pretende averiguar cosas más generales respecto a las condiciones de la vida social en el presente” (2010, p. 15). Me parece una definición muy justa de las prácticas del LAAV_ y del aspecto fílmico de su singularidad. El cine aparece en su caso como efecto práctico y emergente de una ecología cultural y cognoscitiva que lo desborda, de una experimentación social colaborativa que cambia los datos de la situación y problematiza las relaciones sociales instituidas. En el LAAV_, se busca constantemente el encuentro con otras prácticas y otras experiencias, pues la experimentación fundamental e irrenunciable es la experimentación social. Se buscan, así, “los medios para investigar el ser del acontecimiento”, según escribe Boris Groys sobre el arte en flujo, “los diferentes modos de la experiencia inmediata del acontecimiento, la relación entre el acontecimiento, la documentación y el archivo, y las formas emocionales e intelectuales a partir de las que nos relacionamos con la documentación” (2016, p. 30).
“Se parte siempre de los grupos humanos concretos”, dice Belén Sola, “y esto es lo que hace que metodologías y modos compositivos sean diferentes en cada situación”. Este pluralismo metodológico impide a la práctica del LAAV_ caer en la ilusión de ciertas prácticas culturales militantes que pretenden “empoderar” o “dar voz” a partir de metodologías que se insertan desde el exterior sobre determinados grupos o comunidades. Hay un mito metodológico que puede encontrarse tanto en las prácticas académicas como en ciertas prácticas culturales actuales con vocación colaborativa, que exportan los procedimientos producidos en la academia a contextos sociales diversos, como si se tratara de protocolos “universalmente” aplicables, con lo que no dejan de caer, en ocasiones, en ejercicio ciertamente colonizadores. Una vez más, se trata de la proyección del modelo teórico sobre la práctica experimental. Resulta crucial, por ello, descolonizar también las metodologías. Linda Tuhiwai Smith escribió al respecto un libro clásico, Decolonizing methodologies (2013). En él, la autora evidencia la eficacia colonizadora de las metodologías existentes (las de las ciencias sociales, fundamentalmente, pero también administrativas y económicas) cuya matriz sociocultural es occidental y que se aplican sistemáticamente a las culturas no occidentales. A partir de este diagnóstico, Tuhiwai Smith busca estrategias para subvertir las reglas de estas dinámicas coloniales de investigación, partiendo de los rasgos epistémicos propias de cada cultura, para el desarrollo de prácticas propiamente “indígenas” de investigación.
Resulta clarificador también a este respecto remontarse a la genealogía práctica de la Educación Popular. Para el enorme proceso de alfabetización desarrollado en Brasil en los años sesenta del pasado siglo, Paulo Freire supo activar una máquina pedagógica que partía de la propia experiencia y capacidad expresiva de las personas analfabetas en el aprendizaje de la lecto-escritura. No se trata en la Educación Popular de la “transferencia” de un saber ya hecho (concepción bancaria de la educación, que decía Freire) sino de un proceso de construcción colaborativa del saber que parte de la potencia expresiva de todos los agentes implicados. Quien así activa un proceso educativo no es sino una figura “facilitadora” en una experiencia colectiva que da acceso a la “codificación” escrita y a los procesos paralelos de “descodificación” de las hegemonías lingüísticas (Jéria, 2007). A partir de la experiencia del mundo, del lenguaje y de la realidad de las personas implicadas se experimenta el aprendizaje en la pragmática de la Educación Popular (proceso que es, necesariamente, un coaprendizaje).
No hay trabajo clínico o pedagógico que no sea también un trabajo político. En esto coinciden Paulo Freire y Deleuze y Guattari (por lo demás, la temática de la codificación y la descodificación está muy presente en El Anti-Edipo), pero también El maestro ignorante de Rancière y la Red Internacional de Alternativa a la Psiquiatría, así como la investigación militante, la “socio-praxis” de Villasante y las pedagogías críticas contemporáneas. En una entrevista sobre El Anti-Edipo, al preguntarle si la psiquiatría podría cumplir el rol de “ciencia humana por excelencia”, Félix Guattari responde: “Mejor que la psiquiatría, ¿por qué no los esquizofrénicos?” (Deleuze, 2002, p. 329). El analizador fundamental del capitalismo (la sociedad “civilizada” occidental impuesta al resto del mundo) es para Guattari y Deleuze, precisamente, el proceso esquizofrénico. Es el capitalismo y nuestra sociedad los que están hendidos por una patología radical, nosotros somos apenas los productos derivados de su maquinaria esquizoide. La maquinaria conceptual inviste los flujos colectivos que componen líneas de fuga experimentales, en toda una pragmática de los grupos y de los modos de subjetivación que resume su célebre consigna esquizoanalítica: no hay nada que interpretar, pero sí mucho por experimentar.
No hay ningún tipo de interpretación sobre los problemas mentales en las piezas audiovisuales de La Rara Troupe, ninguna posición de analista o analizado (simetría generalizada). No hay sino experimentación colectiva y subjetiva a través del audiovisual. La escritura en primera persona que circula en lo colectivo y la auto-etnografía son, sin duda, modos analíticos de mirarse, a sí mismos y a los demás, pero nada se interpreta a partir de ello. Se experimenta, se tientan con las imágenes y los sonidos nuevas configuraciones de escritura a partir de las potencias expresivas de las personas implicadas (estética indígena). De este modo se posibilita un proceso de auto-producción de sí, la creación de nuevos modos de entenderse y relacionarse, nuevos modos de subjetivación procesuales. La práctica audiovisual, tal y como es desarrollada por La Rara Troupe, como una experimentación permanente más allá de toda concesión al mainstream (audiovisual o antropológico), abre la posibilidad de una nueva relación con el mundo y de procesos de reapropiación de la existencia.
Por otra parte, también para el cine resulta crucial encontrar vías de escape al “despotismo significante” desmontado en El Anti-Edipo. Como dice Manuel Delgado, “el sentido aparece en el cine como inmanente a la forma, puesto que el cine no significa, tan sólo muestra” (1999, pp. 77 y 78). Delgado cita entonces los trabajos sobre cine de Gilles Deleuze, y escribe en referencia a éstos que “el cine no dice nada en particular, sino que habla sin parar de las condiciones mismas de cualquier decir. No representa, sino que es. No duplica la realidad, sino que la prolonga, o, mejor todavía, la restituye”. Para Delgado, Deleuze retoma en su aproximación a la imagen fílmica la intuición de Pasolini de una intimidad consustancial entre el cine y la vida, la percepción de que “la realidad no sería otra cosa que un cine in natura”. Pero a mi entender hay otra intuición probablemente más decisiva aún para Deleuze, y es la de Antonin Artaud, tal vez el primero en asimilar el cine al funcionamiento del pensamiento. Para el filósofo Deleuze el cine no es exactamente la vida, como podía serlo para el cineasta Pasolini, sino que el cine es más bien el medio expresivo de un pensamiento en acto.
Robert Stam habla así del “impacto de Deleuze” entre las teorías del cine. Lejos de importar modelos lingüísticos o textuales, lo que hace Deleuze es intentar extraer del cine los conceptos que le son propios. El cine es pensamiento en acto, pero no piensa con conceptos sino con imágenes. Los conceptos son tarea de la filosofía, que ahora quiere dialogar desde sus textos con las imágenes que el cine compone en las pantallas. También es Stam quien se refiere a El Anti-Edipo en tanto impugnación del “imperialismo analítico´ del complejo de Edipo como forma de `colonialismo perpetrado por diversos medios´” (Stam, 2001, p. 295). En ese libro decisivo y polémico, Deleuze y Guattari supieron realizar una etnología de nosotros mismos a partir de una experimentación sin precedentes con conceptos y materiales de lo más diversos (etnológicos y antropológicos, psicoanalíticos y psiquiátricos, lingüísticos y semióticos, históricos, literarios, científicos, artísticos, políticos, filosóficos…).
En De la gramatología, Jacques Derrida articula una noción de escritura como concepto que se amplía a toda forma de inscripción, de huella, de rastro. En polémica con Lévi-Strauss, esta noción ampliada de escritura de Derrida comprende cualquier signo humano sobre la tierra o sobre el cuerpo, independientemente de la lengua y anterior a la escritura en sentido convencional; es el régimen de “la inscripción en general”. Este sentido ampliado de escritura será retomado por la antropología política de Pierre Clastres y también por Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo. Es una concepción que, por cierto, también conviene a la comprensión del cine, como sugiere el propio Derrida: “una inscripción en general, sea o no literal e inclusive si lo que ella distribuye en el espacio es extraño al orden de la voz: cinematografía, coreografía, por cierto, pero también `escritura´ pictórica, musical, escultórica, etc” (2000, p. 14). Al desenmascarar el “fonocentrismo” de la metafísica occidental y su dicotomía fundadora entre lo inteligible y lo sensible (matriz del resto de dicotomías, como la de significante y significado o sujeto y objeto), Derrida articula una perspectiva muy interesante para la comprensión de la escritura audiovisual en general.
Mientras Derrida denunciaba el “falogocentrismo” de la cultura occidental, Deleuze y Guattari prolongaban su gesto apelando al género como multiplicidad, a los n sexos que nos constituyen. Desmontaje común del orden simbólico patriarcal. Pero mientras la deconstrucción sigue presa de una interpretación infinita en el interior del texto y del lenguaje (del mundo como texto), para Deleuze y Guattari resulta esencial hacer delirar el lenguaje (los lenguajes) y componer el cuerpo con el afuera del texto. Ya en Mil Mesetas, dirán: “El lenguaje no es la vida, el lenguaje da órdenes a la vida; la vida no habla, la vida escucha y espera” (Deleuze y Guattari, 1997, p. 82). Esta composición consistirá entonces en investir los agenciamientos maquínicos de deseo (relaciones y composiciones de cuerpos) con los agenciamientos colectivos de enunciación (los discursos que fluyen en el conjunto del campo social-histórico).
En La Rara Troupe, efectivamente, se preguntan: ¿quiénes somos los enfermos?, ¿qué es lo enfermo? ¿cómo me convierto en una enferma? Es decir: qué agenciamientos sociales e históricos producen la normalidad o la llamada enfermedad mental, más allá de cualquier determinismo familiar sobrecodificador. Para Deleuze y Guattari, toda la “representación” de la metafísica occidental se ha plegado sobre el inconsciente a través del psicoanálisis. Lo que dicen entonces es: el inconsciente no es un teatro, sino una fábrica. El inconsciente produce, es una máquina de conexiones y cortes de flujo directamente vinculada al cuerpo. Lo que importa no es lo que significa, sino cómo funciona. El inconsciente, como el propio sexo, hay que hacerlos en conexión con flujos de muy diversa naturaleza, no preexisten a nuestra práctica y a nuestra experiencia corporales y semióticas. Lo crucial es sacar al inconsciente de la determinación del “familiarismo” al que ha sido reducido por las prácticas terapéuticas, reconectándolo con el campo social, con la historia y la diversidad de culturas. Romper con el pequeño teatro edípico representativo y burgués para posibilitar en su lugar un inconsciente productivo y maquínico (conexiones y cortes de flujos) que atraviesa los más diversos devenires. Toda una micropolítica y una “cosmopolítica”.
Resulta significativo señalar que uno de los anclajes teóricos fundamentales del trabajo antropológico de Viveiros de Castro es precisamente la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari, especialmente El Anti-Edipo y Mil Mesetas. Resulta también significativo que las obras de Deleuze y Guattari, así como la de Foucault, hayan encontrado en la “locura” un lugar fundamental de cuestionamiento de la racionalidad y la episteme occidentales, y que desde un anclaje filosófico hayan atravesado transversalmente las pretensiones epistémicas de todas las ciencias humanas, especialmente las de la psiquiatría y la antropología. Como mostró Michel Foucault, aquello que es designado como “locura” se instituye, ante todo, a partir de los dispositivos “antropológicos” de normalización [6]. Es la fabricación de un patrón de normalidad y de dispositivos normalizadores lo que constituye la locura y la “sinrazón” como su otro inasimilable, aquello que debe ser excluido y encerrado (el otro interior). Lo normal es también lo normativo. La fabricación y exclusión históricas de la alteridad cultural corre paralela a esta institución de un patrón normativo de normalidad que excluye al “otro” desde dentro, a partir siempre del modelo pretendidamente “universal” del sujeto occidental, blanco, varón, burgués y heterosexual.
Mark Fisher escribiría al respecto que “la locura no es una categoría natural sino política. Lo que necesitamos ahora es una politización de aquellos desórdenes en apariencia mucho más `normales´. Y justamente es su normalidad lo que debería llamarnos la atención” (2017, p. 45).
Pero es tal vez Félix Guattari quien más pistas puede darnos en relación al trabajo del LAAV_, pues Guattari estuvo desde 1955 hasta su muerte en 1992 trabajando en una práctica directa en la clínica psiquiátrica de La Borde. El concepto de “transversalidad”, tan decisivo en la actualidad (transdisciplinariedad, transgénero), se debe precisamente a Guattari, quien lo forja a partir de su práctica clínica, siguiendo una sugerencia de su colaboradora Ginette Michaud (Dosse, 2009, p. 81). La clínica de La Borde es pionera de la llamada “psicoterapia institucional”, desarrollada por el catalán Fransesc Tosquelles y su discípulo Jean Oury, que es el fundador y principal animador de La Borde. Se trata, fundamentalmente, de considerar la psicoterapia como inseparable del análisis de las instituciones en las que está inserta, lo que Guattari llamará más tarde “análisis institucional” para ampliar la noción al conjunto del campo social.
En un breve texto muy sintético y revelador, De Leros a La Borde. Prácticas analíticas y prácticas sociales, Guattari habla de la experimentación constante de La Borde y del vínculo directo que fueron estableciendo con todas las experiencias renovadoras de la psiquiatría que se fueron sucediendo en la época, especialmente con la Red Internacional de Alternativa a la Psiquiatría. Poco a poco y a partir de la práctica real, Guattari concibe la enfermedad mental como “una relación diferente con el mundo”. “La máquina institucional que poníamos en marcha”, escribe en ese breve texto, “no se contentaba con operar un simple remodelado de la subjetividad, sino que se proponía efectivamente producir un nuevo tipo de subjetividad (…) Una nueva relación con el mundo” (Guattari, 2013, pp. 68 y 69).
¿Y qué es el cine, matriz de lo audiovisual, sino precisamente una nueva relación con el mundo que nos ha advenido históricamente? Producción de subjetividad: otro de los conceptos clave forjados por Félix Guattari. La subjetividad como relación singular con el mundo y la producción subjetiva como transformación activa de esa relación. “Un concepto solo vale por la vida que se le da”, escribe en el mismo texto. Y es así que una teoría, para Guattari, es como “una caja de herramientas”, idea crucial sobre la vida real de los conceptos basada en su uso, que luego sería hecha célebre por Michel Foucault. A partir de esta concepción práctica del pensamiento Guattari va maquinando, en relación con su práctica clínica, la necesidad de un “paradigma estético” para la salud mental. Siguiendo las experiencias pioneras de Gisela Pankow, que empieza a “posibilitar una expresión plástica ahí donde la lengua hablada desfallece”, se experimenta en los contextos pragmáticos con formas de expresión diversas, como la pintura, para “forjar nuevos territorios existenciales” (Guattari, 2013, pp. 69 y 83).
Algunas experiencias cinematográficas se cruzan con esta experimentación clínica. En La Borde colabora durante un par de años Fernand Deligny, quien ha organizado una comunidad de personas autistas en la región de Cévennes (sur de Francia) y está realizando una experiencia pionera de cura ambulatoria a la vez que rueda la película Le Moindre Geste (1962-1971). Poeta, cineasta, etólogo, pedagogo libertario y militante de las alternativas a la psiquiatría, de él dice Marina Garcés que es, “desde hace tiempo, una fuente inagotable de pistas”, alguien que “se pregunta y nos pregunta todavía hoy, a través de sus trabajos escritos, dibujados y filmados, de qué está hecho nuestro lenguaje si lo miramos a partir de aquellos que no pueden disponer de él” (2106, p. 12). En 1975, Deligny termina junto a Renaud Victor otra película importante, Ce gamin-là.
Con experiencias como la de Deligny, el enfoque experimental sobre la salud mental se va construyendo “bajo la égida de un paradigma estético. La cura no es una obra de arte, pero debe proceder del mismo tipo de creatividad”, escribe Guattari (2013, p. 83). En la actualidad proliferan formas múltiples de “arte-terapia”, pero no es eso exactamente lo que aquí está en juego. En un paradigma estético, llegan a desaparecer las figuras del “terapeuta” y el “terapeutizado”, analista y analizado, sujeto y objeto. Hacia esta indistinción había empezado a apuntar Regard sur la folie (1962), la película de Mario Ruspoli realizada a partir de la vida cotidiana del hospital psiquiátrico de Saint-Alban. Se trata de la clínica dirigida por Fransesc Tosquelles, donde por cierto ha estado internado el propio Félix Guattari, en 1957, para escapar al servicio militar y a la guerra de Argelia, viviendo desde dentro la experiencia del “psiquiatrizado”. En su película, Ruspoli se aproxima a la enfermedad mental sin describir ni catalogar a sus sujetos, simplemente acompañándolos, conviviendo con ellos, acompasando la cámara de Michel Brault a sus movimientos y sus ritmos. Asistimos así a “un descentramiento decisivo”, como lo califica Marc Henri Piault en su libro Antropología y cine, lo que Jean Rouch llamaría más tarde un cine-trance (2002, p. 226).
La puesta en juego del lenguaje, del dispositivo cinematográfico y de las semióticas fílmicas resultan cruciales en este tipo de experimentaciones. Mario Ruspoli explica: “Hemos llegado a pensar que la investigación de una cierta `verdad´ estaba estrechamente ligada a la investigación del lenguaje y que el lenguaje no tenía nada de universal, sino que era un hilo tenue y subjetivo, sujeto a toda clase de oscilaciones” (Piault, 2002, pp. 224 y 225). Ese “otro” interior que ha constituido la “locura” para Occidente, pone en jaque nuestro lenguaje y nuestras categorías tanto como aquellas sociedades que estudia la antropología clásica, el otro exterior. Y es que “una verdadera antropología `nos devuelve de nosotros mismos una imagen en la que no nos reconocemos´”, escribe Viveiros de Castro citando a Maniglier (2010, p. 15).
Otras películas importantes de la época exploran esa confrontación con lo otro de nosotros mismos: de Titicut Follies (1967) de Frederick Wiseman a San Clemente (1982) y Urgencias (1988), de Raymond Depardon. El propio Depardon ha vuelto a tratar la cuestión en 12 días (2017), presentada en Cannes este mismo año con estas palabras de Foucault: “Del hombre al hombre verdadero, el camino pasa por el hombre loco”. Pero resulta especialmente interesante la confrontación con Sayonara CP (1972), de Kazuo Hara. En la película de Hara el acercamiento al otro se duplica, es interior y exterior, pues también se trata de otro paradigma cultural, como ocurre recientemente con ‘Til Madness Do Us Part (2013), de Wang Bing. Sin embargo, no solamente películas centradas en los lugares de internamiento dan cuenta de este acercamiento documental al otro y a lo otro: basta pensar por ejemplo en Route One/USA (1989), la gran película-río de Robert Kramer (amigo de Guattari, por cierto, y para quien éste llegó a escribir un guión nunca realizado), para ver la “locura” multirracial y multicultural de los EE.UU. desfilar en un gran fresco antropológico y cinematográfico.
Félix Guattari habla también de otro desplazamiento, el dado por una película que fue importante para él en la época, cuya aparición coincidió con la celebración del segundo encuentro de la Red Internacional de Alternativa a la Psiquiatría. Se trata de Matti da slegare (Locos de desatar, 1975) realizada por Marco Bellochio junto a Silvano Agosti, Sandro Petraglia y Stefano Rulli. La técnica cinematográfica se une a la búsqueda social de “una nueva forma de sensibilidad”, como dice Guattari, y en este caso experimenta, “por ejemplo, que cada secuencia y cada plano han sido discutidos de forma colectiva durante el montaje” (2017, pp. 288-289 y 383).
La primera de las líneas prioritarias de investigación y creación del LAAV_ expone de manera explícita, de hecho, “la experimentación y las formas artísticas contemporáneas como referencias tanto a la hora de investigar como de crear”. En el “paradigma estético” que va configurando Félix Guattari a lo largo de su obra escrita, el proceso analítico es algo inseparable del proceso mismo de la creación, artística tanto como cotidiana. Se trata de la relación de cualquiera con el sensorium, con el devenir sensible del mundo. La patología es social, civilizatoria, y hay un “derecho a la locura”, como decían en La Borde, que encuentra sus líneas de fuga más creadoras en la experimentación estética y en la cotidianidad procesual de la experimentación. El paradigma estético se refiere a una actividad de creación que se concibe y se experimenta como transversal a todo tipo de prácticas. Guattari apela entonces a la reinvención continua del acto creativo, y “especialmente en el registro de las prácticas `psi´, todo debería ser continuamente reinventado, habría que partir de cero, de lo contrario los procesos se fijan en una repetición mortífera (…) Work in progress! Se acabaron los catecismos psicoanalíticos, conductistas o sistémicos” (2000, pp. 28 y 29).
También para Gilles Deleuze, a lo largo de su obra, la estética no es una especialidad o un campo de saber separado, sino algo que concierne a todo el mundo, a la experiencia vital de cualquiera, en tanto que relación con lo sensible. La experiencia vital de cada cual tiene una dimensión estética constitutiva, productora, performativa. De ahí la vinculación que establece Deleuze entre crítica y clínica: toda crítica de la cultura es también una clínica, un diagnóstico de las patologías sociales que impiden la transformación de las condiciones vitales y la invención de nuevos modos de existencia. De ahí, también, la manera tan singular en la que Deleuze abordó la práctica de lo cinematográfico, renovando completamente muchos tópicos de los estudios sobre cine. Pues para Deleuze el cine “es capaz de expresar los mecanismos del pensamiento” (1995, p. 87). El cine concierne directamente al pensamiento, lo constituye antes de “representarlo” (Deleuze, 1996). Es una “materia signaléctica” y sensible que fuerza a pensar, y el pensamiento no es para Deleuze precisamente representación. “No un pensamiento hecho, sino un pensamiento que se hace”, diría Antonioni (2004, p. 246). El cine produce realidad, produce subjetividad, se relaciona con el mundo a partir de “bloques de movimiento-duración” de él extraídos, de imágenes visuales y sonoras capaces de extraer de nuestra experiencia afectos y perceptos, más allá de las afecciones y percepciones empíricas (Deleuze, 1996; Deleuze y Guattari, 1993, pp. 164 y ss).
José Luis Brea expuso reiteradamente lo que llamó “el proceso generalizado de estetización de los mundos de vida y de las formas de la experiencia” acaecido durante el siglo XX (2002). Es frente a un proceso social e histórico tal que Deleuze y Guattari abordan la estética como elemento constitutivo de la experiencia común de lo real, de la configuración de mundos que concierne a las subjetividades cualquiera. Habría que decir entonces que el cine está directamente implicado en ese proceso masivo de “estetización” de lo real, si no es que constituye directamente su matriz. El cine es, de hecho, el primero en realizar una producción masiva de subjetividad y en condicionar, como medio de masas dominante en la época, las formas de la experiencia, a partir de su capacidad inédita de generar “imagen-acontecimiento”, como diría Brea. También Sol Worth hablaba, en relación a los films etnográficos, de “acontecimientos visuales”; según explica Manuel Delgado, son estas image-events lo que los films pueden mostrarnos, y no ideas discursivas o conceptos académicos (1999, p. 76).
Lo que se industrializó, con el cine del siglo XX, es el pensamiento. El arte del siglo hizo emerger en nosotros el “autómata espiritual”, como decía Deleuze, capaz de movilizar las pasiones de las masas y de articular movimientos colectivos automatizados. “Uno no necesita pensar”, dice Godard, “uno es pensado. La pantalla le piensa” (Didi-Huberman, 2017). La estetización masiva de los mundos de vida y de las formas de la experiencia surge, en primera instancia, a partir de los desplazamientos operados por “el film generalizado que la realidad es ya para nosotros” (Morey, 2007, p. 67), una producción masiva de realidad y modelado de subjetivación a partir de los valores fílmicos que el siglo XX instituyó como dominantes, semiotización de mundos industrialmente fabricados. Se trata así de un proceso masivo de cinematización de lo social acaecido en el siglo XX.
En el cambio de siglo, el proceso de estetización generalizada del mundo ha llegado a darse por definitivamente cumplido, dada la penetración radical de las tecnologías digitales de la imagen, del diseño y de la publicidad en la vida cotidiana. Como dice Christine Buci-Glucksmann, vivimos “un presente literalmente asediado por los ´imperios de lo efímero´ propios de la cultura de masas, en la que todo se renueva y se arroja a una `estetización´ loca de lo cotidiano” (2006, p. 16). La práctica audiovisual contemporánea es creación semiótica de mundos, modulación estética de subjetividad, proceso semiótico de subjetivación colectiva y estetización relacional de lo real. Pero como muy bien explicaba José Luis Brea (2002), lo que se ha cumplido en ese proceso es una estetización tan general como fundamentalmente “banal”, que deja incumplidas las promesas emancipatorias y de reapropiación real de las formas de la experiencia que movilizaban los programas de las vanguardias -programas de autocuestionamiento inmanente del arte en su existencia autónoma, de crítica radical de su esfera separada de la vida y del devenir social.
Una pequeña obra maestra como Son curiosos estos días (2016), pieza lograda después de cuatro años de experimentación y aprendizajes colectivos de La Rara Troupe, puede enseñarnos mucho sobre la capacidad liberadora del cine en tanto multiplicidad de pensamiento que no constriñe, sin embargo, la singularidad del pensamiento de cada cual, de su relación específica con el mundo y de las derivas múltiples de esa relación subjetiva. En la Red-audiovisual global que habitamos, en la digitalización acelerada del mundo que nos constituye hoy en tanto seres sintientes y pensantes a partir de las imágenes (visuales y sonoras), es necesario sin duda un esfuerzo conceptual para conseguir ir más lejos de la “imagen-tiempo” que a Deleuze le dio tiempo a conceptualizar (murió en 1995). Siguiendo de cerca sus pasos, José Luis Brea habló de “e-image” (2010). Pero es tal vez Christine Buci-Glucksmann quien mejor ha sabido definir la naturaleza de este nuevo estatuto de la imagen, que es el de la “imagen-flujo” (2006, p. 15).
Esta imagen-flujo, que es “una suerte de continuo virtual de imágenes efímeras”, como dice Buci-Glucksmann, tomaría en Son curiosos estos días una cualidad específica de perspectivismo. La imagen-flujo está hecha ahí de perspectivas enlazadas, de una conexión serial de perspectivas, de puntos de vista generados a partir de imágenes cotidianas. Cada fragmento del film, realizado por una persona distinta, se va enlazando con los otros y estableciendo relaciones y perspectivas múltiples, mutuamente enlazadas por intervalos e intersticios en la diversidad de su naturaleza. Este perspectivismo de la imagen-flujo realizado por La Rara Troupe podría relacionarse entonces con la noción de “perspectivismo amerindio” forjada por Viveiros de Castro y Tania Stolze Lima, así como con la relación que establecen entre éste y el “multinaturalismo” como “teoría de los mundos posibles” (Viveiros de Castro, 2010, p. 25).
Cuando el patrón de “normalidad” se pone en jaque, lo que aparecen son, precisamente, mundos posibles. Y esto se refiere al cine tanto como a la vida. Recientemente, Patricia Pisters ha postulado la neuro-imagen como estatuto fundamental de las imágenes audiovisuales del presente, en su libro The Neuro-Image. A Deleuzian Film-Philosophy of Digital Screen Culture (2012). Partiendo de la declaración tardía de Deleuze de que “el cerebro es la pantalla”, Pisters desarrolla las implicaciones más contemporáneas entre cine y pensamiento, incluidas sus relaciones con la neurociencia. En una entrevista que le realizó Andrés Duque por skype, Patricia Pisters señala que la reciente “explosión de las pantallas” hace que el cine, lejos de desaparecer, esté más bien en todas partes, más presente que nunca en la multiplicidad de las pantallas que proliferan [7]. Pisters subraya también la capacidad del cine para “objetivar nuestros procesos de pensamiento” dentro de un mundo transformado por la “lógica digital”. Habla entonces de una “cultura extendida de las pantallas” a la que llama cine. Cerca de la postura de Pisters, yo diría que el cine funciona más bien como matriz histórica de la nueva cultura audiovisual, como matriz disciplinar de la cultura extendida de las pantallas [8]. Es posible en todo caso prescindir de una definición teórica del cine, y observarlo desde aquello que el cine hace, a partir de sus usos contemporáneos.
El cinematógrafo “no es sino que deviene sin cesar, difiere continuamente de sí mismo”, decía el cineasta y teórico Jean Epstein ya en 1947. En la actualidad hay una pluralidad de usos de lo cinematográfico, pero en gran medida los cines críticos con valor cognoscitivo quedan presos de dispositivos de circulación y de relación social altamente normativizados. Asistimos a una festivalización galopante de la cultura que corre pareja de su radical precarización. La institución-Cine sigue imponiendo sus dispositivos de selección y exclusión, de legitimación y visibilización, manteniendo sus prerrogativas pragmáticas de partición de lo sensible en función de un despliegue sin precedentes de la “liturgia festivalera” (Didi-Huberman). Cualquier imagen, hoy, puede convertirse en cine. Ver por ejemplo Spain in a day, de Isabel Coixet, el cine de Andrés Duque y también Son curiosos estos días de La Rara Troupe. El cine es un efecto, un dispositivo de captura incluso a posteriori. El cine puede constituir lo mejor y lo peor en el devenir contemporáneo del pensamiento. La esquizofrenia puede ser a la vez el síntoma y la cura, dice Pisters en la entrevista de Talk Soft Cinema #1, “o al menos una especie de cura de nuestra locura contemporánea”, en el sentido del pharmakon griego: aquello que es a la vez medicina y veneno, que Pisters toma de Derrida. Y es en ese mismo sentido en el que la esquizofrenia o el esquizonálisis pueden ser relacionados con las formas emergentes de los cines contemporáneos.
Patricia Pisters dice en la entrevista citada: “La esquizofrenia y el esquizoanálisis son como un sistema inmanente, siempre formamos parte de él. Es muy difícil salir de él y formar una posición fuera del sistema para combatirlo. Así que tenemos que hacerlo desde dentro. Si vemos la esquizofrenia no sólo como una enfermedad sino, como dirían Deleuze y Guattari, como un proceso para entender nuestra sociedad, entonces podría convertirse en algo productivo. O al menos nos podría mostrar otras maneras de pensar, de percibir. Por ejemplo, percibir el mundo bajo su forma afectiva más primaria. Es algo que podría darnos miedo, pero no deja de ser la forma en que nuestra sociedad funciona. Así que, entender ese mecanismo y encontrar entonces maneras de enfrentarlo es precisamente lo que estamos buscando. Probablemente nunca podremos vencerlo, pero enfrentándolo podríamos, al menos, cambiar nuestra `normalizada´ posición” [9].
Proyecto colectivo en proceso y abierto, dicen en La Rara Troupe. “El proceso, eso es lo que nosotros llamamos los flujos”, decía Deleuze (2002, p. 305). Flujos de todo tipo: de deseo y de escritura, de imágenes y de afectos, de palabras y de cuerpos. Procesos abiertos de inmersión experimental, larga duración de una producción colectiva de conocimiento, conocimiento común y para lo común, que piensa ante todo en sus efectos y su implicación social.
- Puta Mina y Proyecto Teleclub. Entre la auto-representación y la auto-producción.
Auto-etnología, auto-producción, auto-puesta en escena, auto-representación… Desde todas estas perspectivas es posible aproximarse al trabajo en curso del LAAV_. También es posible hacerlo considerándolo como el desarrollo de un cine procesual abierto a la experimentación continua, en los procesos de larga duración de las experiencias que activa. De hecho los otros dos proyectos del LAAV_ además de La Rara Troupe, que son Proyecto Teleclub y Puta Mina, no han generado todavía piezas que puedan considerarse “cerradas”, sino notables films en proceso que siguen a día de hoy elaborándose. Lo que proyectamos en las pasadas jornadas de Cine por venir 2017, además de Son curiosos estos días, fueron precisamente dos piezas fílmicas en proceso de estos otros dos proyectos del LAAV_ [10].
El film en proceso de Puta Mina, en su primer montaje, surge de un dispositivo cinematográfico radical y de gran fuerza expresiva. En la banda de imagen se han editado los planos rodados por unos mineros que se encerraron en su lugar de trabajo, paralizado de toda actividad, en protesta contra las condiciones del cierre de la mina; en la banda de audio, lo que escuchamos son las conversaciones de las mujeres de los mineros en torno a la vida de su comunidad, sus conflictos, sus formas de entender el mundo, de vivir y de relacionarse. La separación radical de lo visual y lo sonoro como dispositivo experimental remite, en primer término, a la cesura audio-visual que Deleuze indica como fundamental de la “pedagogía de la percepción” del cine moderno (1995, p. 116), especialmente a partir del cine de Jean-Luc Godard, de Marguerite Duras, de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub. El choque, las relaciones y disyunciones entre lo visual y lo sonoro en este film en proceso de Puta Mina adquiere un valor cognoscitivo, estético y político extraordinario.
Para Tomás R. Villasante, los dispositivos son “formas que provocan situaciones en las que los sujetos no se pueden quedar en el mismo plano en el que estaban” (2006, p. 34). Antes que de aparatos técnicos, se trata para él de formas de hacer (“tecnologías del cuerpo” que decía Marcel Mauss), de prácticas que generan “transducciones”. Esta noción de transducción, creada por Gilbert Simondon como tercera vía entre las operaciones de inducción y de deducción, remite a la “transformación del efecto de una causa física en otro tipo de señal. Es decir, un cambio sustancial, un salto a otro tipo de energía”, como explica Villasante. Los dispositivos audiovisuales contemporáneos son transductores extraordinariamente efectivos: provocan situaciones de interacción que transforman las imágenes naturales en otro tipo de señal (imagen digital), así como alteran los planos de acción de los sujetos implicados. El dispositivo fílmico usado en Puta Mina es, efectivamente, un dispositivo estético y político de transducción.
El film en proceso resultante del dispositivo usado en Puta Mina configura una bella y contundente “imagen-cristal” (Deleuze). El interior y el exterior de la mina cristalizan capas de actualidad y de virtualidad, de ver y hablar, de presente y de pasado, en una imagen audio-visual compleja que produce “un efecto de reflejo y de espejeo que temporaliza la imagen”, según explica Christine Buci-Glucksmann, “como la bola de cristal al final de Citizen Kane” (2006, p. 44). “La duración misma es virtualidad”, dice Buci-Glucksmann, que continúa explicando a Deleuze: “si todo presente se desdobla en presente y pasado inmediato, hay que decir que lo virtual es el pasado, y no un tiempo efímero que podría desaparecer definitivamente”. La imagen-tiempo, característica del cine moderno según Deleuze, establece una relación fundamental con el pasado, es decir con lo virtual, pero un virtual entendido como un “modo de existencia absolutamente positivo”. En la “imagen-cristal” (modalidad específica de la imagen-tiempo), “lo efímero nunca es más que un efecto del tiempo que pasa en el indiscernible presente-pasado” (Buci-Glucksmann).
La potencia expresiva del film en proceso de Puta Mina es la de una imagen-cristal alucinante. Pero su misma condición de film en proceso, de ausencia de clausura por su inserción en una lucha social abierta, incorpora otra dimensión temporal fundamental: la del futuro. Considero aplicables a este y al resto de trabajos fílmicos del LAAV_ las características de la “neuro-imagen” de Patricia Pisters. Son tres: “la realidad de las ilusiones” (el poder de las ilusiones que se relaciona con la “potencia de lo falso” de Deleuze, la potencia generadora de realidad propia de la ficción), la “potencia del afecto” (supremacía de lo afectivo que es característica de la actual cultura extendida de las pantallas) y la transmisión de una “idea de futuro” (Talk Soft Cinema #1). Esta última característica, que es la más teórica, explora un más allá de la imagen-tiempo (cine moderno), una temporalidad propia del cine contemporáneo en el contexto de “la explosión de las pantallas” de la globalización digital. Lo que ahora emerge junto a la virtualidad del pasado es, según Pisters, “el futuro o una idea especulativa de lo que va a suceder”.
Gestos especulativos es el nombre de un coloquio dirigido por Isabelle Stengers en el verano de 2013, en Cerisy-la-salle (Francia), en el que participaron también Donna Haraway y María Puig de la Bellacasa. Para las tres pensadoras feministas de la ciencia resulta fundamental “prestar atención al surgimiento contemporáneo de `otros relatos´, anunciador quizá de nuevos modos de resistencia, que rechazan el olvido de la capacidad de pensar y actuar juntos”, como dice Stengers (2017, p. 75). Una idea especulativa de lo que va a suceder (Pisters), característica de la temporalidad compleja de la neuro-imagen contemporánea, es también el “pensamiento especulativo de que algo puede ser diferente”, en palabras de Puig de la Bellacasa: “el conocimiento vinculado, el pensar-con, implica, más que observar desde la distancia, dejarse afectar” (2017, p. 47).
Este pensamiento especulativo y del afecto de la epistemología feminista es fundamentalmente constructivo, no representacional. Un ejemplo muy interesante al respecto es la performatividad de género en la obra de Judith Butler. La mujer aparece en el feminismo como lo “otro” del sujeto hombre, según Simone de Beauvoir, para quien además no se nace mujer, sino que se llega a serlo. Butler radicalizará esta postura para realizar una deconstrucción de la categoría misma de género y activar, seguidamente, un gesto constructivista del género mismo. Lo masculino se ha construido históricamente como modelo de sujeto del conocimiento, mientras la mujer ha sido construida como lo otro de este sujeto desencarnado, purificado, hecho trascendente. En esta dicotomía típicamente occidental, la misma categoría de género es matriz del poder de dicotomizar, así como de excluir o solapar uno de los términos. Como dice Marina Garcés, “Judith Butler pone las bases de una teoría feminista contra la lógica del reconocimiento y la representación” (2015, p. 268). El esencialismo de las identidades se deconstruye en su obra para exponer la contingencia constructiva de los términos dicotomizados. Se pasa así a la consideración del género como un efecto performativamente producido. El aparato de construcción cultural construye el sexo tanto como el género. “El sujeto que pide ser representado”, escribe Garcés al respecto, “es producido por el sistema mismo” (2015, p. 271). Se trata de problematizar el género como categoría, de realizar una práctica subversiva de resignificación de las categorías y de producción performativa de las diferencias.
El pensamiento de la representación pasa por todas las dicotomías establecidas por la metafísica occidental: sensible-inteligible, sujeto-objeto, cuerpo-mente, naturaleza-cultura. Especialmente se ha cuestionado desde la antropología la partición naturaleza/cultura (o naturaleza/sociedad), dualidad decisiva instituida por nuestra cultura e impuesta como la gran partición cognoscitiva que inaugura la disciplina antropológica. Las líneas contemporáneas de las antropologías disidentes están reconfigurando esta dualidad de manera muy productiva, como demuestra el volumen Naturaleza y sociedad. Perspectivas antropológicas, coordinado por Philippe Descola y Gísli Pálsson (2001). También la relación sujeto-objeto es determinante en el modelo de la representación: se supone que es determinado sujeto el que “se representa” y “representa” determinado objeto (que puede ser otro sujeto, como le ha ocurrido a todos los no-occidentales con la antropología clásica de la modernidad-colonialidad). Pero “por extraño que pueda parecer a la tradición del pensamiento occidental, la “subjetividad” se encuentra a la vez del lado del sujeto y del lado del objeto”, como escribe Maurizio Lazzarato (Sola, 2016). Viveiros de Castro muestra por su parte que, para las prácticas amerindias de conocimiento, lo importante no es objetivar, sino a la inversa, atribuir subjetividad a todo lo viviente.
El modelo estético y epistémico occidental es el modelo de la representación. Problematizar este modelo consustancial a la metafísica occidental comienza por poner en jaque las posiciones de analista y analizado, de observador y observado, de sujeto y objeto, todas las dicotomías derivadas de la partición entre lo sensible y lo inteligible. En la heteroglosia global, en las guerras estéticas, políticas y epistémicas por el sentido y la expresión, existe sin duda una dimensión fundamental de batalla por la representación. Pero el problema es quedarse ahí, no salir de ahí. No salir de las luchas por “lo simbólico” (el ámbito de la representación), que finalmente neutralizan los cambios en profundidad, la transformación de nosotros mismos y de nuestras formas de vida. En lo simbólico, como diría el príncipe de El Gatopardo (1963), la película de Visconti, algo tiene que cambiar para que todo siga como estaba. Entre las líneas prioritarias de investigación y creación del LAAV_, encontramos entonces “la auto-etnografía, como forma de auto-representación de personas y/o grupos sociales”. Este primer desplazamiento hacia la auto-representación, como modo de posibilitar la “simetría generalizada” que proponen Stengers y Latour, es ciertamente un paso decisivo. Pero pienso que el propio trabajo del LAAV_ muestra que es posible ir más allá.
La forma de auto-representación, en todo el trabajo del LAAV_, remite siempre a una problemática social, a la experimentación “micro” de un grupo implicado que inviste un proceso “macro” que lo desborda. Para Manuel Delgado, lo que el cine posibilitó a la antropología es precisamente la atención a lo “micro” (1999, pp. 63-65). La capacidad propia de un etno-cine es la de “atender a lo molecular”, a los comportamientos no verbales y los movimientos corporales, a la entrada en juego del “valor del cuerpo” y a “la acción humana en sus aspectos sensibles”. Se trata de atender a los devenires. Se trata de auto-producción antes que de auto-representación. A contrapelo del mainstream académico o documental, que pretenden representar modelos previos o ilustrar representaciones mentales ya fabricadas por el observador en su particular cielo platónico, lo que el dispositivo fílmico posibilita es algo a la vez más humilde y más complejo: el registro del uso singular de los cuerpos, del gesto y la palabra, de los “componentes microscópicos” de la acción y de las imágenes.
El pensamiento epistémico feminista que me parece más cercano al trabajo del LAAV_ está íntimamente relacionado con la relevancia de las emociones y de los afectos en la construcción colectiva de un conocimiento transformador, lo cual implica ya una ruptura con la representación (que es de base discursiva, lingüística, categorizadora). Como dice Donna Haraway: “trabajamos a muchas escalas a la vez y yo destaco la importancia de trabajar con gente en lugares reales, con caras reales, con historias entre ellos, generando nuevas formas de amistad y alianza. (…) Lugar es una idea compleja pero es el tipo de compromiso para involucrar realmente nuestros cuerpos, mentes y emociones, involucrar todo nuestro ser en el trabajo con personas por algo que nos importa” (2017, pp. 8 y 9).
De cierta manera, la representación se refiere siempre a lo “macro”, a las identidades y modelos socialmente construidos. Es una relación social establecida por las formas de representación instituidas (delegación jurídica y política, puesta en escena institucional) además de un indicador de determinado régimen estético y epistémico. Pero en el nivel “micro” todo cambia. En lo molecular, como lo llaman Deleuze y Guattari (oponiéndolo a lo molar), no se trata de representación sino más bien de devenires, de agenciamientos, de acontecimientos, de máquinas de producción de lo real (consciente e inconsciente). Micropolíticas del deseo, microfísicas del poder.
La lucha en el campo de batalla de la representación es ineludible. La categorización de las vidas reales, como ha mostrado Judith Butler (2016), produce efectos reales. Pero hay que problematizar las categorías, resignificarlas, construir performativamente lo real sin plegarse a las exigencias de la representación, que está basada en identidades esenciales y modelos lingüísticos que categorizan y dicotomizan lo real. Eso es lo que hace un trabajo estético, político y cognoscitivo como el del LAAV_. Otra de sus líneas prioritarias de investigación y creación implica “la reflexión sobre las decisiones éticas implícitas en el trabajo de representación de las personas”. Esta cuestión ética se podría entonces abordar como las maneras específicas de conjugar lo “macro” y lo “micro” en un trabajo estético y político, los modos específicos de resignificar también estas categorías y desplazar sus relaciones dicotomizadas. Este es por cierto uno de los planteamientos de la epistemología de la complejidad de Ilya Prigogine e Isabelle Stengers (1990).
Eduardo Viveiros de Castro explica por su parte que “el dispositivo antirrepresentativo por excelencia de Mil Mesetas, el que bloquea el trabajo de la representación, es el concepto de devenir, exactamente como la producción era el dispositivo antirrepresentativo de El Anti-Edipo” (2010, p. 168). Como el cine etnográfico no dejó de constatar, los dispositivos fílmicos provocan situaciones que alteran sensiblemente el comportamiento de los sujetos, que los hacen devenir-otros, de igual modo que la presencia del observador y de los aparatos de medición alteran los fenómenos observados en física cuántica. “El devenir sensible es el acto por el cual algo o alguien no deja de devenir otro” (Villani, 2007, p. 94). También la antropología nos ha podido enseñar a devenir-otros nosotros mismos, a dejar en suspenso nuestras categorías heredadas para auto-producirnos en conexiones presentes (devenires) con otros modos de pensar y de sentir.
Recordemos la célebre frase final de Contra la interpretación, de Susan Sontag: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte” (2007, p. 27). En ese mismo ensayo, Sontag nos recuerda que “toda la conciencia y toda la reflexión occidentales sobre el arte han permanecido en los límites trazados por la teoría griega del arte como mímesis o representación”. Y añade al respecto: “Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía (o se creía saber) qué hacía”.
El dispositivo cinematográfico o audiovisual no dice directamente (no es discursivo), pero provoca situaciones para el devenir múltiple del decir. Fundamentalmente hace. Es un dispositivo pragmático de saber-poder, pero también una potencia técnica de descodificación y de subjetivación diferencial. “¿Una estética intrínseca a los modos de existencia como dimensión última de los dispositivos?”, pregunta Deleuze (2012, p. 19). En Puta Mina, puede apreciarse cómo este diferencial de la subjetivación se da a partir de un “agenciamiento colectivo de enunciación” (la banda audio, donde las mujeres de los mineros hablan y conversan sobre sus problemas y los problemas sociales) y de un “agenciamiento maquínico de deseo” (la banda de imagen, en la que los mineros filman como quieren el lugar vacío de su trabajo cotidiano, ahora detenido, componiendo su propio cuerpo y sus movimientos con la “máquina de visión” que es la cámara). Se trata en ambos casos de “agenciamientos semioprácticos”, como diría Viveiros de Castro. Estos agenciamientos son parte de una estética, de un análisis y de una práctica indígenas, en sentido amplio, pues como dice Viveiros de Castro son “inventados por los colectivos que la antropología estudia” (2010, p. 80).
A diferencia de lo que ocurre en Puta Mina o en La Rara Troupe, donde lo cinematográfico es el efecto emergente de una experiencia audiovisual concreta y no una premisa de partida, en Proyecto Teleclub se parte de la decisión de realizar un audiovisual con cierta uniformidad, mucho más conscientemente cinematográfico. Para la mayoría de la gente implicada es su primera experiencia en este sentido. La cuestión de aprender ciertas bases de lo cinematográfico se realiza entonces a través de la práctica y de la reflexión sobre esa práctica, que es además una práctica antropológica de investigación y creación. Esta experimentación del LAAV_ con un proyecto explícita y conscientemente cinematográfico en el Proyecto Teleclub me parece crucial. Pues curiosamente, este proyecto es el que más dificultades ha tenido para desarrollarse, y se encuentra en este momento en un impasse, un periodo de reflexión para encontrar herramientas que colaboren a su reactivación.
En vez de emerger como un efecto práctico, según ocurre en el resto del trabajo de LAAV_, el cine en Proyecto Teleclub se plantea como una premisa de partida. El plantear de manera explícita que lo que se hace es “cine” impone, de un modo u otro, una temporalidad más forzada, una práctica que tiene que bregar más directamente con los clichés cinematográficos al nivel de las formas de hacer. Los agenciamientos semioprácticos de los que habla Viveiros de Castro ya no son exactamente inventados por el colectivo en este caso, sino que éste hereda por principio ciertos rasgos de la matriz disciplinar del cine, por muy “contemporáneos” que éstos sean.
Proyecto Teleclub se centra en la comarca rural de La Sobarriba, cercana a la ciudad de León. Toma su nombre de la extinta figura de los teleclub, locales públicos que se instalaron en las zonas rurales de la España de la década de 1960, en los cuales los vecinos podían reunirse para ver la televisión. Uno de esos locales fue abierto y activado de nuevo por una de las mujeres integrantes del grupo de trabajo del proyecto del LAAV_. Chus Domínguez explica que “en lo temático, se empezó trabajando a partir del día a día del teleclub como lugar rural de encuentros. En lo formal el grupo llegó a un consenso: se filmaría cámara sobre trípode, preferentemente fija y con una distancia focal media, que permite trabajar desde cierta distancia de las personas, para no ser demasiado intrusivos. El grupo decide trabajar el sonido con micros de solapa inalámbricos, cuando fuera posible colocarlos, y en su defecto con un cañón colgado del techo, de nuevo evitando en lo posible ser intrusivos”.
Como en el resto de proyectos del LAAV_, el montaje es, también aquí, un largo proceso de debate colectivo y cada plano está consensuado por el grupo implicado. Pero a diferencia de ellos, los dispositivos técnicos (cámaras y audio) pierden autonomía y empiezan a ser susceptibles de una previsión de uso y de una adaptación a un dispositivo fílmico de partida. También Chus Domínguez me ha explicado que, a pesar de los intentos realizados para que todo el grupo se encargue de la cámara, en esta primera etapa del trabajo tuvieron que ser él mismo y otro miembro con conocimientos técnicos los que lo hicieran. A mi modo de ver, esto es signo de que el cine, en tanto que premisa práctica de actuación, ha comenzado a imponer sus prerrogativas sobre el grupo. La matriz disciplinar de lo cinematográfico interfiere de este modo en los “modos posdisciplinarios de operar”, como los llama Laddaga (2010, p. 19), que me parecen propios de la práctica del LAAV_.
El local del teleclub, en el que trabajaba principalmente el grupo del proyecto, tuvo que ser cerrado debido a las denuncias de algunos vecinos del pueblo. Eso obligó al grupo de trabajo a buscar otros caminos para continuar su película. Durante los Encuentros Laav_16, a los que fui invitado en noviembre de 2016, estuvimos analizando las relaciones que el grupo había establecido con la población local, así como la mediación institucional que desde el MUSAC (cara visible del proyecto) se había desarrollado con las instituciones locales. En este sentido, la socio-praxis de Villasante o de las “transducciones” de Javier Rodrigo son referentes interesantes que estuvimos trabajando para abordar las dificultades de este proyecto y construir sus metodologías in situ. Pero los errores de mediación, que los hubo, indican solamente uno de los aspectos del problema.
La constitución de una “comunidad experimental”, como diría Reinaldo Laddaga, de un colectivo de creación e investigación como el de Proyecto Teleclub, implica en sí misma una complejidad de procesos colectivos y personales siempre difíciles, que se agrava con la temporalidad que impone en principio lo cinematográfico. Al estar ese grupo de trabajo integrado en una comunidad rural más amplia las complejidades relacionales se multiplican. El dispositivo experimental del LAAV_ está permanentemente implicado en la construcción de formas prácticas de vida en común, y eso es decisivo en el Proyecto Teleclub. El valor cognoscitivo de una antropología fílmica como la suya reside también en que es, siempre, un pensar-con. Dice María Puig de la Bellacasa en su artículo de Concreta 09: “El pensamiento-con fortalece el trabajo del pensamiento, apoya la singularidad mediante las contingencias situadas en las que se inspira” (2017, p. 34). Se trata de “una forma relacional del pensamiento” que caracteriza el cine antropológico del LAAV_ y que lo inscribe, a mi modo de ver, en una línea muy fecunda de la epistemología feminista. Los conflictos, los disensos, incluso las rupturas no están excluidas en absoluto de esta experimentación cognoscitiva y relacional con las formas de vida. El cuidado, la relacionalidad y la interdependencia son determinantes en una experimentación como la del LAAV_. “El feminismo no preexiste a sus relaciones”, dice Puig de la Bellacasa (2017, p. 30).
El grupo de trabajo de Proyecto Teleclub decidió hacer capítulos por estaciones tras el cierre del local que hasta entonces articulaba espacialmente su dispositivo cinematográfico. El grupo busca entonces nuevas soluciones estéticas y prácticas y en cada capítulo se reformulan las técnicas y los objetivos. Para el capítulo de invierno se optó, entre otras cosas, por utilizar cámaras más pequeñas y que cada cual grabe con más libertad e independencia, un interesante escape del corsé cinematográfico de partida. Para esta nueva experiencia la grabación la hace cada uno por su cuenta, y cámara en mano, como explica Chus Domínguez. El grupo ha comprado otra cámara intermedia, ya que la que se usaba hasta el momento era un poco más grande y paralizaba un poco a la gente arriesgarse a su uso. De esta manera, de los condicionantes del dispositivo fílmico de partida (cámara sobre trípode, preferentemente fija y con una distancia focal media, micros de solapa inalámbricos) la experimentación real va haciendo necesaria una liberación de los mismos. Las propias dificultades que han surgido en la práctica real llevan al Proyecto Teleclub a una improvisación efectiva con los dispositivos técnicos, que vuelven a ser manejados directamente por las personas implicadas de manera más amateur e intuitiva, como ocurre en La Rara Troupe o Puta Mina.
Una muestra de los dos primeros capítulos del proyecto (verano y otoño) se proyecta entonces en las jornadas de Cine por venir 2017, en Valencia. Es la primera y la última proyección pública de ese material, según explica Chus Domínguez al público asistente a dicha proyección. En medio de este proceso de reformulación, la chica que llevaba el local del teleclub y que tuvo que cerrarlo abandonó el grupo de trabajo. Esto supuso una nueva crisis para el proyecto. De esta segunda crisis se desprende que el material proyectado en las jornadas de Cine por venir 2017 no vaya a volver a proyectarse públicamente, pues la chica en cuestión lo protagonizaba en gran medida. También algo de lo que se había empezado a grabar del capítulo de invierno se proyectó en dichas jornadas, pero no en la sección de proyecciones (Imagen) sino en la de debates con otros proyectos (Palabra) [11]. Se trataba de un material grabado por una “persona cualquiera” del grupo por su propia cuenta, alguien sin conocimientos fílmicos ni técnicos, y a los asistentes al debate nos pareció un material extraordinario. A mi modo de ver, esas imágenes en bruto eran incluso más sugerentes que el material editado que se había proyectado en la sección de Imagen.
Como decía antes, el proyecto se encuentra en estos momentos en un punto muerto, un periodo de reflexión. Creo que la permanente necesidad de reformulación de este proyecto es una prueba palpable de las dificultades inherentes a abordar un proyecto específicamente cinematográfico desde los objetivos generales del LAAV_. Especialmente la dificultad de una temporalización cinematográfica de partida, que exige resultados visibles en un plazo más corto, sumada a las restricciones que el dispositivo fílmico impone a la experimentación audiovisual abierta. El gran valor de la experimentación en la práctica del LAAV_, que hace del cine un efecto emergente y no una premisa pragmática, entra en cierta contradicción con la intención cinematográfica de partida del Proyecto Teleclub. Los dispositivos normativos de circulación y recepción del cine soportan mal la devaluación de la obra en favor de los procesos. Otra gran virtud de LAAV_ es la autonomía circulatoria en la implementación de dispositivos propios de publicación de los procesos, que ahora se complica con el planteamiento de “resultados” del cine.
Al respecto, me parece interesante el contraste con el único proyecto cinematográfico analizado por Reinaldo Laddaga en Estética de la emergencia, la película de Peter Watkins La commune (Paris, 1871). El mismo Watkins escribió que “en La comuna, los límites entre forma y proceso se funden: la forma hace posible que el proceso ocurra, pero sin el proceso la forma carece de sentido” (Laddaga, 2010, p. 166). Esta articulación de forma y proceso requiere, ante todo, de una composición del espacio-tiempo que permita un desarrollo de larga duración, un tiempo lento de despliegue de los procesos en espacios localizados donde las personas comparecen, se encuentran y se relacionan en un proceso creador colectivo. Esto resulta muy difícil de conjugar con el cine y las convenciones del dispositivo cinematográfico. El Proyecto Teleclub se encuentra encallado, en cierta medida, en su necesidad de articular forma y proceso, como diría Watkins. Al respecto Laddaga escribe que “la comunidad emergente en La comuna es una comunidad abocada a un proceso de aprendizaje para el cual no tiene tiempo. Porque la urgencia es grande. Las decisiones deberán tomarse sin demora, sin modelos ni antecedentes, a partir de informaciones incompletas” (2010, p. 162).
Para Watkins resulta fundamental, entonces, contrarrestar la “monoforma” que aplican por todas partes los medios audiovisuales, basados en la velocidad, la fragmentación de las relaciones, la brevedad de los procesos y la desconexión de las situaciones, mediante “este método de filmación dinámico y experiencial” que permite la inmersión en una temporalidad larga, en desarrollos procesuales que activan una comunidad de práctica, de experiencia y de aprendizaje. Watkins habla entonces de “una continuidad de experiencia y la extensión de las relaciones” para “crear procesos en los medios audiovisuales que puedan moverse más allá de las limitaciones del marco rectangular” (Laddaga, 2010, pp. 168-169). Pero no olvidemos que, en el caso de Watkins, la película tiene un director que es él mismo. Para el LAAV_ es irrenunciable “la puesta en cuestión de la noción clásica de autoría y la utilización de prácticas colaborativas en la creación”, según reza una de las líneas prioritarias de investigación y creación del LAA_. Peter Watkins no deja de poner en cuestión, en su película, la noción clásica de autoría, y de habilitar prácticas colaborativas en la creación. Pero el LAAV_ hace en todos sus proyectos que esta autoría sea explícitamente colectiva.
La película de Watkins es, por otra parte, una ficción histórica. En ella, la práctica de “representación” es por tanto mucho más explícita. Una troupe de actores representan en una fábrica abandonada unos acontecimientos ocurridos en 1871, de modo muy brechtiano, sin pretender efecto naturalista alguno. El decorado se percibe desde el inicio y, además de este anacronismo, se introduce otro todavía más llamativo: un equipo de televisión entrevista a los protagonistas de la historia representada. La puesta en cuestión de la representación de la Historia es radical en esta película, un poco como la que realizó Hayden White (2003) con el discurso histórico, poniendo en jaque sus recursos “retóricos” y sus pretensiones de objetividad.
En una práctica cinematográfica de no ficción como la del LAAV_ la cuestión de la representación se desplaza considerablemente. En cualquier caso, el problema del Proyecto Teleclub no puede resolverse a priori a nivel teórico. Es necesario profundizar en los procesos y ver los modos de su articulación con las formas fílmicas, que también son formas de hacer. Sin embargo, la experimentación teórica puede sugerirnos ciertas pistas. Para Manuel Delgado, por ejemplo, el dispositivo cinematográfico dio acceso a una “aproximación antropológica inédita”, pues permitía “observar todo lo desapercibido de la realidad, todo lo que, estando ahí, pasaba desapercibido al ojo humano” (1999, pp. 59-60). Es lo que Walter Benjamin denominó el acceso técnico al “inconsciente óptico” (2013). En Proyecto Teleclub, el dispositivo experimental puede permitir una reflexividad individual y de grupo: prestar atención a lo en principio desapercibido sobre sí mismos y su entorno. Se trata así de construir una comunidad experimental a partir, entre otras cosas, de esa auto-observación colectiva. Articular esa auto-observación con lo que se piensa que es una auto-representación a través del cine, puede ser entonces otra de las claves fundamentales del problema de fondo.
Problematizar la representación no es solamente una cuestión de invención de metodologías, sino un problema de pensamiento. Al usar el dispositivo audiovisual como instrumento de conocimiento crítico, tal como hace el LAAV_, otro problema de fondo es lo que pensamos que significa conocer. Si pensamos que conocer significa representar adecuadamente lo que suponemos que las cosas son (nuestra idea teórica sobre ellas) no salimos de la metafísica occidental, de la proyección del modelo inteligible sobre lo sensible, del significado sobre lo perceptible, de las categorías lingüísticas sobre lo real. Si conocer significa, en cambio, transformar lo que pensamos y transformarnos a nosotros mismos, entonces ya no se trata de representar nada, sino de pensar de otro modo, como diría Foucault, de pasar por una experiencia que transforma lo que pensábamos.
Experiencia de auto-producción, entonces. Humberto Maturana y Francisco Varela, dos biólogos y neurocientíficos, desarrollaron la idea de autopoiesis (del griego autós, uno mismo, y poieîn, producir) como característica fundamental de los sistemas vivos. A partir de su práctica científica, Maturana y Varela deducen que “los sistemas vivos son sistemas cognitivos, y la vida como proceso es un proceso de cognición”. Todos los cambios de los sistemas vivos son así actos cognoscitivos. Al interactuar los sistemas vivientes autopiéticos con los cambios exteriores, lo que se produce es “el alumbramiento de un mundo” como proceso cognitivo conjunto. La cognición no es la “representación” de un mundo, sino el proceso viviente que “da a luz un mundo” nuevo (Maturana y Varela, 2004; Capra, 2009). Maturana y Varela explican entonces que el pensamiento no puede ser reducido a la representación, ni el funcionamiento del cerebro se puede asimilar al procesamiento de información: ambos mecanismos están conectados con los procesos complejos de la emoción y la forma particular en que los sistemas autopiéticos (los sistemas vivos) se interconectan en la actividad cognitiva específica de cada singularidad viviente. Las interacciones de todo sistema vivo con su entorno son interacciones cognoscitivas y el proceso de vida mismo es un proceso de cognición, en el que se crean sin cesar una diversidad de mundos de los que compartimos partes o secciones parciales.
¿Qué significa, entonces, conocer? Para la tradición del pensamiento chino, solamente existe la transformación incesante de todo lo real. Esta tradición desconoce las ideas de ser o esencia (tan fundamentales en la metafísica occidental) que se vacían de contenido para hacer emerger el proceso continuo, sin principio ni finalidad. La ausencia de esencias o principios excluye también en este pensamiento la idea de origen, así como la diferencia entre las apariencias y lo real. La relatividad y provisionalidad de todo conocimiento son consecuencias necesarias de esta forma de comprensión. Mientras que Occidente ha pensado su eficacia racional y técnica en términos de modelización (formas ideales que se erigen en modelos y se proyectan sobre el mundo), para la tradición china la eficacia pragmática consiste en no anticipar nunca el efecto, en dejarlo advenir sin pasar por presupuestos teóricos, en adecuarse al cambio siempre en función del potencial de la situación y de la inmanencia de las transformaciones silenciosas. François Jullien ha estudiado en profundidad la tradición china, tan radicalmente divergente de la nuestra, y muestra que es a la luz de esta alteridad radical como podemos problematizar a fondo, mediante la antropología comparada, nuestras cárceles conceptuales heredadas (2010). Solamente a la luz de otra lengua se puede iluminar el funcionamiento de la propia, sólo a la luz de otra cultura la propia puede resultar esclarecida.
También Byung-Chul Han ha escrito recientemente un librito al respecto: Shanzhai. El arte de la falsificación y la deconstrucción en China (2016). Con su singular arte de la copia y el desvío, Han muestra en este breve texto cómo el arte chino, ajeno a las ideas de originalidad y esencia de las obras, entra desde siempre en contradicción práctica con todas las construcciones ideales de nuestra teoría y práctica estéticas. Han dice que el pensamiento chino es en sí mismo deconstructivo. Actualmente la práctica china de la copia sin original (del simulacro) mina desde dentro el mercado de valores occidentales. Bajo esa luz, ¿qué significa representar, si no hay un origen al que remitirse ni un modelo ideal que hacer presente? La representación instaurada por la metafísica occidental se basa en el imperio del Modelo inmutable, originario y trascendente. Pensar la diferencia es subvertir el Modelo metafísico de la representación y las relaciones de identidad, analogía, semejanza u oposición al modelo (Garcés, 2015, p. 250). Ahora bien, ¿qué pensar de las ideas de origen e identidad a la luz de las prácticas performativas de numerosas comunidades de África negra, que realizan larguísimos rituales para la creación de sus propios ancestros? (Detienne, 2001, p. 74). ¿Y qué pensar de la esencia o el ser a la luz de las prácticas constructivistas de los nativos de Hawaii, para quienes después de haber residido cierto tiempo en su comunidad incluso los extranjeros se convierten en “hijos de la tierra” (nativos como ellos)? (Sahlins, 1988, p. 12).
¿Qué pensar, en fin, de nuestra concepción del conocimiento a la luz de cierta tradición budista, para la cual la mente es uno de nuestros sentidos y no hay diferencia entre lo inteligible y lo sensible? (Arnau, 2005, p. 80). Como dice mi amigo Juan Arnau, necesitamos una filosofía de la sensibilidad, una filosofía que aborde la cuestión de la atención y de la percepción, algo que él mismo ha abordado a propósito de William James, Henri Bergson y Alfred N. Whitehead (Arnau, 2016). Cuando hablamos de la metafísica occidental, por cierto, no hay que pensar que se trata de algo superado, de alguna reliquia del pasado. Ni mucho menos. Existe una “metafísica científica”, como dice Ian Hacking (2001), que se le corresponde muy adecuadamente, y por lo demás cualquier persona tiene su “metafísica empírica”, como diría Latour (2008). Hablamos, eso sí, de la metafísica occidental dominante, la que se ha hecho hegemónica en nuestra tradición y ha colonizado el mundo. Si hay una metafísica verdaderamente caníbal, ésta es sin duda esta línea dominante de la metafísica occidental, la metafísica tecnocientífica, que se ha mostrado capaz de devorarlo todo en su interior. Si Edipo ha podido colonizar el inconsciente a través de las ciencias humanas, ahora es el “Edipod”, como lo llama Mark Fisher, el que formatea las subjetividades cualquiera con “la matrix comunicacional de sensaciones y estímulos”, la gran maquinaria de modulación de la atención, la percepción y la sensibilidad en la espasmódica producción subjetiva de nuestra “interpasividad” contemporánea (2017, pp. 52 y 53).
En su excelente artículo sobre Puta Mina publicado en la web del LAAV_, Andy Davies escribe: “Sin duda el trabajo de LAAV no va a acabar en ninguna alfombra roja: cuando se cede el control para emprender un trabajo colectivo en el campo audiovisual, los resultados son solo una parte de la obra, tal vez ni siquiera la parte más importante. (…) Y hay algo más, una dificultad añadida, que tiene que ver con las expectativas del público que suele interesarse por ver un documental o un trabajo audiovisual. Estamos muy acostumbrados a ver películas hechas desde el punto de vista y con el estilo de un director en particular, una voz única y un ritmo de montaje que une todo el material filmado. Quizás el reto más difícil para LAAV sea precisamente encontrar un público dispuesto a asimilar algo distinto, capaz de abrirse a escuchar la suma de voces y perspectivas de un trabajo colectivo que no esté sujeto a la cadena de mando tan enraizada en nuestra cultura audiovisual” [12].
Ninguna alfombra roja (símbolo fundamental del mainstream cinematográfico) va a acoger el trabajo fílmico del LAAV_, presumiblemente. Pero es que la alfombra roja es, precisamente, el lugar de representación por excelencia de lo cinematográfico. Esta cita del artículo de Davies sobre Puta Mina pone en juego la mayor parte de los problemas que hemos analizado en el caso del Proyecto Teleclub. En su trabajo de auto-produccción experimental, más que a la tarea de encontrar un público, yo diría que a lo que el LAAV_ va a tener que enfrentarse es al reto de construir ese público diferencial. El valor cognoscitivo de este cine antropológico es también “constructivista y contextual”, como diría Karin Knorr Cetina de las ciencias de laboratorio (2005). Porque el LAAV_ es, no lo olvidemos, un laboratorio, un enclave experimental que se adscribe a una ciencia humana como es la antropología.
Karin Knorr Cetina aboga en su trabajo por el enfoque de lo que llama “una metodología sensitiva”. La “sensitividad” que reivindica Knorr Cetina para las ciencias sociales “requiere intervención metodológica más que indiferencia, contacto más que distancia, interés más que desinterés, intersubjetividad metodológica más que neutralidad” (2005, p. 88). Para Knorr Cetina, “la intersubjetividad no es meramente un problema del antropólogo que se va a lugares remotos para estudiar una cultura ajena, sino también de las interacciones de la vida diaria. Es una propiedad emergente y continuamente consumada de toda comunicación. Como resultado, el primer requisito de un enfoque metodológico sensitivo es el logro de una subjetividad que hasta el momento no existe” (2005, p. 89, subrayados míos).
Producción de una nueva subjetividad como propiedad emergente, una vez más, tarea común del cine contemporáneo y de las prácticas epistémicas descoloniales. La “intersubjetividad” de la que habla Knorr-Cetina no habría que entenderla, entonces, al modo fenomenológico, sino al modo dialógico de la heteroglosia de Bajtin, que le confiere una dimensión social constitutiva (Reynoso, 2008, p. 26). La cuestión de la heteroglosia es clave en la pretendida superioridad de la “ciencia” (modelo occidental dominante de racionalidad, así como de valoración y manipulación de lo real) sobre cualquier otro tipo de práctica cognoscitiva o discursiva. Siempre un modelo teórico se proyecta sobre los datos empíricos, lo inteligible (el modelo) da cuenta a priori de lo sensible. El problema del modelo occidental de la representación, en sentido estético y cognoscitivo, es que siempre supone un sentido previo que se hace presente (se re-presenta) al nivel del pensamiento (el modelo trascendente, anclado en un cielo inmutable, que pretende dar cuenta de lo real, siempre en devenir) o al nivel de la obra (el arte concebido como actualización material de una Idea previa, en vez de que la idea emerja después, a partir de una experimentación práctica con el material).
Ciertamente, tanto en las ciencias humanas como en la teoría estética la “representación” es una auténtica palabra clave, una especie de contraseña ineludible. Sin embargo, Deleuze escribe en Diferencia y repetición: “Mientras la diferencia esté sometida a las exigencias de la representación, no está pensada en sí misma, y no puede serlo” (2002bis, p. 389). Si la antropología tiene una tarea desde su origen, ésta es la de hacer pensable la diferencia. Y lo mismo podría decirse del pensamiento estético contemporáneo, que ha empezado a quebrar hace bien poco la narrativa heroica del arte occidental y sus categorías pretendidamente universalizables. En un texto sobre Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, libro en el que Foucault ha definido el orden de la representación como la episteme de la época clásica (desde el Renacimiento hasta principios del siglo XIX), Deleuze señala también que las ciencias humanas, “para afirmar su especificidad, han restaurado el orden de la representación, pero cargándolo con los recursos del inconsciente” (2002, p. 128).
Con la imagen-tiempo, lo que Deleuze ve emerger en el cine moderno es precisamente la ruptura con la representación. Mientras la imagen-movimiento es todavía “una representación indirecta del tiempo”, a partir del neorrealismo surge en el cine una imagen directa, una diversidad de imágenes-tiempo que ya no representan sino que restituyen y producen modalidades específicas de temporalidad. Para Deleuze, la imagen-tiempo ya no es una imagen de algo, como explica Robert Stam, sino que posibilita un “cine como acontecimiento y no como representación” (2001, p. 297). No hay que leer sin embargo el paso de la imagen-movimiento a la imagen-tiempo como una sucesión cronológica, aunque entre ellas exista una cesura temporal históricamente determinable, un punto de emergencia de la autonomización del tiempo en la historia del cine. La inmensa mayoría de las imágenes-cine de la actualidad son de hecho imágenes-movimiento, y más específicamente imágenes-accción, que ha cuajado como la forma estándar del cine masivo, como la Monoforma colonial contemporánea. “No representar, sino encarnar”, ha dicho Víctor Erice. “No representar lo visible, sino hacer visible”, había dicho ya Paul Klee (Deleuze, 2007, p. 69).
Los afectos, la sensibilidad, la percepción son las esferas denostadas por las categorías de la representación de la modernidad-colonialidad occidental, que siempre ha dado primacía a lo inteligible, a lo intelectual, a lo discursivo. Decía Marshall McLuhan en una entrevista que “cualquier cultura es un orden de preferencias sensoriales”, lo cual supone una ruptura considerable con los estándares de inteligibilidad de las ciencias humanas y sociales normativas (McLuhan y Zingrone, 1998, p. 288). Más recientemente y desde una perspectiva explícitamente descolonial, Walter Mignolo ha reivindicado la noción de aesthesis en su sentido griego original, como aquello que se refiere a la “sensación” y al “proceso de percepción” de cualquier ser humano, incluso como “un fenómeno común a todos los organismos vivientes con sistema nervioso” (2015, pp. 400 y ss). Explica Mignolo que, a partir del siglo XVII, el concepto de aesthesis se restringe y pasa a significar exclusivamente “sensación de lo bello”. “Nace así la estética como teoría, y el concepto de arte como práctica”, constata Mignolo. Sin salir del ámbito de preferencias sensoriales propio de la cultura occidental, será Kant quien, ya en el siglo XVIII, ejecute el paso definitivo de “reorientación de la aesthesis y su transformación en estética”.
En el mismo artículo, Aesthesis descolonial, Walter Mignolo afirma que “esta operación cognitiva constituyó, nada más y nada menos, la colonización de la aesthesis por la estética”. De este modo, “la mutación de la aesthesis en estética sentó las bases tanto para la construcción de una historia propia, como para la devaluación de toda experiencia aesthésica que no hubiera sido conceptualizada en los términos en los que Europa había conceptualizado su propia y regional experiencia sensorial”. Pero no solamente este proceso de colonización se refiere a la devaluación de la sensibilidad de cualquier cultura no-occidental, sino que ejerce un proceso de colonización interna de la propia sensibilidad europea. El problema es que “la experiencia singular del corazón de Europa se traslada a una teoría que descubrió la verdad de la aesthesis para una comunidad particular (por ejemplo, la etnoclase que hoy conocemos con el nombre de burguesía), que no es universalizable”, como escribe Mignolo.
Las categorías elaboradas por la etnoclase burguesa europea son las que han pretendido siempre acceder al estatus de “universales” e imponerse sobre cualesquiera otras. Esta etnoclase burguesa, supuesta “representante” universal de la civilización y la racionalidad globales (así como vanguardia del capitalismo), elabora por cierto un modelo de humanidad todavía más restringido y sectario: el modelo de hombre, blanco, centroeuropeo, burgués y heterosexual como “representante” por antonomasia de la humanidad, de sus cualidades sensibles tanto como de sus categorías mentales. Es lo que Marshall Sahlins llamaba “la ilusión occidental de la naturaleza humana”: la pretensión de universalidad epistemológica de un modelo cognoscitivo que no es sino la trasposición del “sujeto burgués clásico en su retrato de la llamada naturaleza humana” (como hemos citado al principio de este artículo). Y es que la representación lo es siempre de una idea, de un modelo, no de lo real. Incluso en el llamado Renacimiento, con la aparición de la perspectiva en la pintura occidental, lo que el realismo pictórico estaba proyectando sobre lo real era una cierta idea geométrica y una forma simbólica (Panofsky, 2003).
También en el llamado Renacimiento se producen otros acontecimientos decisivos para la historia colonial. En primer lugar, es el momento en que se construye el gran relato épico del “genio” artístico en la historia del arte occidental, con las Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, de Giorgio Vasari. Por otra parte, comienza la colonización de las Américas y el “etnocidio” (Clastres) de sus pobladores, momento que marca el inicio de la modernidad-colonialidad según la lectura de la perspectiva descolonial. Y finalmente, como muestra el historiador y antropólogo Jack Goody (2011), se opera en ella un “robo de la historia” desde la historiografía occidental, pues ésta construye retrospectivamente el relato de un Renacimiento cultural atribuyéndose para sí la herencia exclusiva de la cultura griega (enclave entre Europa y Asia con islas en el Asia Menor), cuyos textos habían sido preservados en buena medida por traducciones islámicas. A partir de esta apropiación unilateral de la herencia cultural griega, la historiografía occidental fabricará su propia auto-representación heroica tanto en la historia del arte como en la del conocimiento. Se considerará entonces al arte occidental el único digno de tal nombre, mientras que el resto de prácticas artísticas de las otras culturas se catalogaron como artesanía o cultura religiosa. Las formas estéticas de todo el mundo no dejaron de ser, al mismo tiempo, expropiadas y colonizadas por el arte de la Modernidad, cuya historiografía canónica hizo de la deslegitimación de los otros y la glorificación propia la matriz de su propio “genio” en el gran relato épico de la historia (occidental) del arte.
Reescribir esta historia, resignificar sus categorías y producir nuevos relatos descoloniales sobre la forma en que hemos sido históricamente construidos por las imágenes y los discursos es una de las líneas de trabajo más fructíferas del arte contemporáneo. Hace tiempo que ciertas prácticas artísticas adoptaron una visión etnográfica como guía maestra de su trabajo (Foster, 2001), mientras la propia etnografía había ya reflexionado sobre sus relaciones con el arte y la literatura (Clifford, 2001). Todos estos desvíos, reescrituras y reformulaciones tanto de la historia global como de las historias locales convergen, en un momento u otro, en la elaboración explícita de “nuevos planteamientos en torno a la representación”, algunos de ellos radicalmente críticos (Wallis, 2001). Walter Mignolo escribe entonces: “Poco a poco te vas dando cuenta de que el arte no tiene mucho que ver con la representación, tal como aprendiste en la escuela secundaria y en el primer año de universidad. O, mejor aún, que la descolonización de la estética imperial, consiste en crear y hacer que lo creado no pueda ser cooptado, enflaquecido y achatado mediante el concepto de representación” (2015, p. 409).
En función de todas estas perspectivas, me parece que en el trabajo del LAAV_ no se trata realmente de representar, sino de producir una experiencia de transformación y de descolonización. No se trata de hablar por los otros y ni siquiera de auto-representarse, sino más bien de devenir-otros en esa experiencia común de producción de imágenes y de implicación recíproca en una auto-producción transformadora. Ese modo de experiencia quiebra los modelos, experimenta sin modelo al no anticipar su efecto e inventa metodologías según el potencial afectivo de las situaciones, en una experimentación colectiva cuyo resultado es desconocido. La antropología fílmica no es entonces el registro de esa experiencia, sino uno de sus instrumentos. El ejercicio de producción de imágenes es una experiencia inmersa en un proceso más amplio y determinante de experimentación colectiva y social, que constituye el proceso real de transformación colaborativa. Solamente en relación a esa experimentación social colaborativa el trabajo fílmico del LAAV_ adquiere un valor cognoscitivo y de pensamiento fundamental, más allá de aquello que se haya podido reflejar en la pantalla. Sus resultados no se juzgan en términos de éxito o fracaso de las imágenes. La creación de sentido, de afecto y de sensibilidad pasa por los vínculos de una experimentación que se sirve del audiovisual como herramienta para producir un proceso socio-cinematográfico de transformación. Un dispositivo crítico y noético que nos hace devenir-otros, devenir con los otros, pensar-con la alteridad.
Esta experiencia como tal es, en rigor, irrepresentable. Es la composición experimental de una “subjetividad procesual”, como diría Guattari, que ya no es representacional (2015, p. 159). Considerar el arte como conocimiento y el conocimiento como arte es un modo de activar los acontecimientos de transformación. Un trabajo como el del LAAV_ hace posible empezar a ver la ciencia, como diría Nietzsche, bajo la perspectiva del arte, y el arte desde la óptica de la vida.
Valencia, septiembre de 2017
NOTAS
[1] Susan Sontag, “Sobre el estilo”, en Contra la interpretación y otros ensayos. Random House Mondadori, Barcelona, 2007, pág. 37.
[2] Jean Epstein, El cine del diablo. Editorial Cactus, Buenos Aires, 2014, pág. 21.
[3] Se trata del “listado de líneas prioritarias de investigación” del Laav_ que se encuentra en su web, en el apartado Sobre el Laav_: https://laav.es/sobre-el-laav_/
[4] Citado por María Ruido en su Taller Imágenes y Textos en Cine por venir 2015, ver web del proyecto: http://www.cineporvenir.org/texto-de-maria-ruido-para-taller-imagenes-y-textos/
[5] Como he comentado en la introducción, durante esta investigación he estado compartiendo las versiones preliminares del texto con Belén Sola y Chus Domínguez. De este trabajo de diálogo a través de e-mails he extraído las citas que hago de comentarios, ideas o narraciones de Belén Sola y Chus Domínguez. Los entrecomillados se corresponden entonces a sus palabras en este intercambio epistolar. Otras de sus frases las he transformado ligeramente e incorporado sin comillas al texto.
[6] Esta temática es constante en Foucault, pero recomiendo consultar especialmente sus cursos de 1974-75 sobre Los anormales y los de 1973-74 sobre El poder psiquiátrico, ambos editados por Akal.
[7] Entrevista grabada por skype de Andrés Duque a Patricia Pisters, Talk Soft Cinema #1, en Vimeo: https://vimeo.com/83373700.
[8] Tomo la expresión “matriz disciplinar” de Thomas Kuhn, quien la utiliza para aclarar su noción de “paradigma” en Segundos pensamientos sobre paradigmas. Ed. Tecnos, Madrid, 1978, pág. 15.
[9] Talk Soft Cinema #1, Patricia Pisters. La traducción es mía. Indico algunos detalles que he comentado con Andrés Duque sobre el subtitulado de esta entrevista. En el minuto 6:34, por ejemplo, en el subtitulado pone Derrida cuando Pisters dice Guattari. En el min 1:08, el subtitulado pone “El cine se ha convertido en una extensa cultura de pantallas”, pero Pisters dice literalmente “extended”, es decir: “una cultura extendida de pantallas”. La relación directa es con el “expanded cinema” de Gene Youngblood, me parece. Etc.
[10] Ver Cine procesual: www.cineprocesual.org. Ver también el programa de Imagen de Cine por venir 2017, proyección del 8 de abril en el IVAM: http://www.cineporvenir.org/programa-imagen-2017/
[11] Ver la sección de Palabra de Cine por venir 2017, el encuentro del 9 de abril en el IVAM: http://www.cineporvenir.org/texto-sobre-las-jornadas-2017/
[12] Andy Davies, “Las imágenes y la mina”, en https://laav.es/las-imagenes-y-la-mina/
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