Antropología, representación y ausencia. El caso de Libertad, una película sobre la memoria y el daño. Jorge Moreno.

Mayo 2019

Tuve que quitarme el nombre, me quedé sin Libertad

Josefa Castro

 

 La memoria de los nombres

Estaba hojeando un par de novelas en una librería de Ciudad Real cuando entró a la tienda un hombre de unos ochenta años con traje y sombrero. La elegancia siempre capta mi atención, pensé mientras miraba su “borsalino”[1] de fieltro y ala ancha. El hombre se acercó al mostrador para entregarle al dependiente un libro que quería vender. “Son mis memorias”, dijo. Con cierta familiaridad el librero las guardó y sacó un cuaderno para anotar algunas cosas. “¿Cómo se llama usted?”, preguntó. “Yo me llamo Germinal”, contestó. Su respuesta capturó toda mi atención y me acerqué para hablar con él. “Oiga, ¡qué bonito nombre tiene usted!”, le dije. El hombre se giró y me miró con cara de asombro y sospecha a partes iguales. “Disculpe mi atrevimiento” continué, “pero se que durante la Guerra Civil española los anarquistas ponían a sus hijos nombres del calendario republicano francés, y Germinal es uno de esos meses, concretamente en el mes que estamos ahora mismo”. Como quien acierta con la llave adecuada pronunciando el nombre correcto, se desató en ese mismo instante la historia de aquel hombre. “Sí, me llamo Germinal, pero toda la vida tuve que llamarme Antonio. Mi padre era anarquista y lo fusilaron en Madrid. En noviembre de 1944 fui a sacar su cuerpo de una fosa en el Cementerio de Carabanchel cuando tenía solo 11 años. Mi abuelo se ahorcó, se suicidó en la cárcel de Ciudad Real… “antes de que me maten con sus manos cenagosas” decía, “me quitaré yo la vida si es preciso”. Mi tía escondió en el refajo de su falda la única foto que tenemos de mi padre, era la manera de conservar su recuerdo en una imagen…” Una frase sucedía a otra en un volumen que iba en aumento, enfatizado además con algún que otro insulto. “Disculpa si hablo mal”, dijo, “pero es la única manera que encuentro para sacar la rabia que llevo dentro”. Su manera de expresarse provocó que toda la gente de la librería se pusiera a escuchar aquella historia. Un relato que, latente en el borde de sus labios, podía ser activado si uno tocaba la tecla precisa. En este caso la tecla era su nombre, pues en él se condensaba una huella, un rastro hacia una historia que Germinal había rumiado siempre de puertas hacia dentro pero que pocas veces contaba en público.

Para instaurar el mundo nuevo que los anarquistas de los años treinta traían en sus corazones, había que construir una nueva temporalidad, una clasificación del tiempo que eliminara la del calendario tradicional y reordenara el mundo bajo otros parámetros. Ese nuevo mundo que estaba por llegar, se proyectaba en el nombre que estos ponían a sus hijos, una forma de constatar en esa promesa la voluntad de cambio. La elocuencia de ese gesto era tan eficaz, que una de las primeras medidas que tomó el fascismo fue eliminar todo nombre con filiación ideológica para sustituirlos por otros que respondieran a su doctrina[2]. Esa “persecución de nombres” no sólo se ejercía contra la cosmovisión anarquista, pues la filiación nominal en los años treinta abarcaba todo el ideario progresista. De esta manera, si hacemos un rastreo por las actas de nacimiento de 1936, podemos observar nombres como Lenin, Durruti o Trosky puestos a hijos de jornaleros o campesinos. En otros casos nos encontramos con nombres de personajes difícilmente reconocibles en la actualidad, pero cuya elección revela la influencia del panorama nacional e internacional de la política del momento. Si vemos por ejemplo uno de los cientos de registros civiles donde he realizado trabajo de campo[3], como puede ser Pedro Muñoz, un municipio de Ciudad Real de 7.000 habitantes, nos encontramos con que, además de los nombres ya mencionados, los padres ponen a sus hijos Dimitrov, Litvínov o Molotov. Dimitrov responde a Georgui Dimitrov Mijáilov, secretario general de la Internacional Comunista y con el que se aprobó en el Congreso de 1935 la creación de los frentes populares. Ese sería el personaje político que dio nombre por ejemplo a Dimitrov Peinado Cuesta, un vecino de dicho pueblo. De la misma manera, tenemos a Litvínov Muñoz y Molotov Muñoz, que tienen como referentes a los ministros Maksim Litvínov o Viacheslav Molotov, ambos ministros de asuntos exteriores de la Unión Soviética en los años treinta. O en el caso de nombres femeninos como Aida, Lina o Libertad, siendo el caso de las dos primeras Aida Lafuente y Lina Odena, importantes militantes comunistas asesinadas en 1934 y 1936 respectivamente.

El 23 de febrero de 1939 se publica en el BOE una Orden que, redactada desde Vitoria por el que sería primer ministro de justicia de Franco, Tomás Domínguez Arévalo, concede un plazo de sesenta días para que los padres cambien las inscripciones de nacimiento a sus hijos. Concretamente aquellas “que estuviesen viciadas con la designación de nombres exóticos, extravagantes o demás comprendidos en la citada disposición, con el objeto de que puedan solicitar la imposición del nombre o nombres que haya de sustituir a los declarados ilegales”.

“Una vez transcurrido el plazo designado sin que haya comparecido en el Registro alguna de las personas designadas en el número anterior, el encargado del mismo procederá a imponer a los inscritos que se encontrasen en esa situación el nombre del santo del día en que nacieron, y si este no consta, el del día en que fueron inscritos, debiendo elegirse el que sea más conocido o venerado en la localidad.  (…) El Juez procederá a tachar de oficio el nombre declarado ilegal, una vez que a instancia de parte o de oficio se haya impuesto  al inscrito un nombre de los autorizados, haciendo referencia a esta Orden en el margen de las actas”.

Actas de nacimiento. Archivo municipal de Pedro Muñoz

La onomástica como forma represiva se extiende por toda España en una ola que va transformando en santo cualquier nombre vinculado a los partidos y sindicatos de izquierda: Germinal pasa a ser Antonio, Aida se convierte en Nemesia, Litvínov en Fabriciano o Trosky en Jerónimo. Esa transformación consistente en “rebautizos estatales” formaba parte de una limpieza mayor que comenzaba con el asesinato de miles de personas, y continuaba con la instauración de una cosmología nacionalcatólica expresada en lo más íntimo de una persona: su nombre propio. Como señala Xaverio Ballester, los cambios de nombres han sido comunes en muchas culturas, respondiendo a diferentes cuestiones que van desde la superación de una enfermedad, a rituales de paso que convierten al adolescente en adulto o al recién nacido en infante. En todos esos casos el cambio de nombre implica un cambio de estatus, como de alguna manera también ocurre en el caso aquí señalado, pero añadiendo a su vez la misma lógica de aquellos pueblos que nunca ponían el nombre de un muerto por el miedo a invocarlo, “para no ser reconocido si es que el alma del difunto decide regresar” (Ballester, 2008: 43). El temor a la invocación y al regreso de la ideología perseguida es una de las motivaciones que está detrás de esta Orden, pero también la restauración de prácticas que contrarresten el cuestionamiento que de la iglesia católica se había hecho durante los años treinta, y donde los movimientos anticlericales eran su máxima expresión. La semilla del nombre propio plantada en los hijos de los represaliados suponía identificaciones altamente peligrosas, y contra eso el régimen debía borrar todas las huellas, eliminar la posibilidad de que el nombre remitiera a esas identificaciones, desplazando esas filiaciones hacia otras de gran calado, pues el nombre que el Juez Municipal tiene que elegir, en caso de que haya varios santos del día, es aquel “que sea más conocido o venerado en la localidad”. Miremos donde miremos solo veremos nombres de santos, ese es el régimen de visibilidad que se instaura, esos son los horizontes de sentido que delimitan las fronteras del nuevo mundo.

“El Juez procederá a tachar de oficio el nombre declarado ilegal”, señala la Orden. Es interesante matizar la diferencia entre borrar y tachar, pues si en el primer caso no hay rastro de lo eliminado, o lo que queda es una ruina, un vestigio; en el segundo caso se conserva la acción misma, la secuencia entera, la vida social de un acta de nacimiento que transita por dos tiempos diferentes y donde las marcas son la aclaración de lo sucedido. Si bien muchas personas terminarían asumiendo como propio el nombre que le había puesto el Nuevo Estado, en otros casos se crea una doble identidad en la que se firma con un nombre pero se responde a otro, concretamente ese otro que la tachadura permite vislumbrar. En aquellos casos donde la persona tuviera dos nombres, se eliminaría el prohibido y se dejaría aquel carente de ideología. Si la estrategia del régimen fue eliminar, la de las familias era mantener. Esto lo vemos en infinidad de prácticas de resistencia que en la mayoría de los casos debían de ser silenciosas. Esa resistencia se expresaba también en la práctica de ponerle a los hijos los nombres de los desaparecidos, siempre y cuando éstos no estuvieran dentro de los llamados “exóticos o extravagantes”, una práctica donde invocar a los muertos con su nombre no era un temor, sino todo lo contrario, una posibilidad de permanencia.  

Un nombre cambiado es precisamente el punto de partida del proyecto Libertad, una película realizada de manera colaborativa entre estudiantes de instituto, docentes y creadores vinculados al Laboratorio de Antropología Visual Experimental del Museo de Arte Contemporáneo de Castilla y León. La historia es la de Josefa Castro García, una víctima de la violencia franquista a quien el cineasta Chus Domínguez había grabado su testimonio. Ese relato es la premisa de la que parte este proyecto y que funciona como una especie de resonancia o coordenada con la que mirar el presente. Una coordenada que a modo de huella o evidencia expresa en el título mismo de la obra una “puesta en sospecha”, pues Josefa en realidad no era Josefa, sino que su nombre era Libertad.

Yo siempre había oído que me llamaba Josefa como las dos abuelas, y me llamaba Libertad Josefa, que nadie en casa, no siendo mi padre, sabía que me llamaba Libertad, que fue él que me puso el nombre. Libertad era un nombre que no estaba permitido en el régimen aquel, libertad era lo último. Entonces fui a hacer el pasaporte y la policía me mandó que tenía que ir a declarar. (…) Y tuve que quitarme el nombre. Tuve que ir a La Robla y quitarme el nombre. Me quedé sin Libertad. Si acaso había pasado poco metida en la cárcel, pues todavía más, quitarme el nombre.

 

Filmar la ausencia

La representación de un pasado traumático es un reto difícil para cualquier documental que quiera tratar la guerra y la posguerra en España, no sólo por los problemas que puede tener hablar de un tiempo que ya no existe[4], sino por sortear las dificultades sociales, políticas y éticas de un tema que a veces pareciera estar minado. Si por un lado son habituales los comentarios sobre la saturación de películas de esta temática, las investigaciones que se vienen realizando desde el año 2000 demuestran en realidad una carencia, pues ponen sobre la mesa el desconocimiento de lo ocurrido no solo en términos cualitativos, sino también exponiendo cifras que duplican y triplican los datos que se tenían con relación a la violencia cometida por el régimen franquista. De una manera similar a lo que señalaba Simon de Beauvoir sobre la película Shoah de Claude Lanzman, en documentales como Libertad, “uno cae realmente en la cuenta de que no sabíamos nada. A pesar de todos nuestros conocimientos, la experiencia con todo su espanto permanecía a considerable distancia de nosotros (Beauvoir, 2003:7).

Otra de las problemáticas que surge en los documentales que trabajan con el pasado traumático en España, tiene que ver con la forma en que las producciones cinematográficas usan el testimonio y las narrativas de memoria. Muchos de esos trabajos generalmente carecen de una construcción compleja de la víctima, afirmando la amabilidad y el dolor del sujeto sin negociar este aspecto previamente con el espectador. Esto ha dado lugar a un lenguaje visual predecible, apoyado por un uso reiterativo de narrativas humanitarias que, como observó Javier Campo (2012) para el contexto argentino, eventualmente retrata ciertos discursos como veraces únicamente porque se presentan en el formato de un relato testimonial. En toda la producción cultural vinculada a la denominada “memoria histórica” participan muchos actores, con muy diversos intereses, afectos, disposiciones, posibilidades… que se traducen en toda una constelación de prácticas y discursos. No es una memoria dada, es una memoria por hacer. Y no es una memoria personal, con sus dulzuras y sus resabios, sus lagunas paladeadas como misterio del origen o como posibilidad de reinvención biográfica. Es histórica, y esa no es una declinación cualquiera. Para algunos, ese adjetivo incide en la memoria con un aparato de exigencias que, de hecho, a la memoria le son ajenas: exigencia de esclarecimiento, de redención, de justicia… Uno se debe preguntar qué papel juegan los investigadores y los cineastas (como actores específicos y peculiares en ese proceso de construcción) en la definición de la “memoria histórica”. Cualquier trabajo en ese contexto debería reflexionar sobre estas preguntas que problematicen en qué consiste o en qué habría de consistir la memoria de un pueblo a partir de los restos y los rastros de la vivencia, de una violencia ejemplar sostenida en el tiempo mediante la guerra y la represión. Violencia a la que pertenece esencialmente la escritura de una historia como ritual de verdad, en que ella misma se justifica y perpetúa. Es frente al ritual de verdad de la historia tal y como fue escrita desde ese episodio, que se construye la “memoria histórica”. Y por eso la importancia de la precaución frente al ansia por la justicia poética, o por cualquier retórica que opaque las dimensiones conflictivas, ambivalentes y complejas de construir una memoria que, como cualquier otra, estará siempre llena de claroscuros.

¿Cómo acercarse desde la antropología visual a este fenómeno? Por la experiencia etnográfica y por la consecuente reflexión antropológica sabemos bien que la traducción de la realidad ajena es tarea difícil; más si esta se refiere a sentimientos y emociones extraños. Acercarse al daño y al dolor de unos y transmitirlo a otros está lleno de complicaciones, y las posibilidades de falseamiento se incrementan pues la tentación de la generalización universalista se impone. También, a veces, se impone el otro extremo: el énfasis en la diferencia que nos deja huérfanos de sentimientos comunes de piedad, pena o rabia. En muchos casos no funcionan los sobreentendidos, en otros desconcierta que funcione lo ignorado. Sucede, con frecuencia, que las palabras no son suficientes para transmitir el dolor producido y sentido, que necesitan acompañamiento de imágenes para comprensiones y convergencias sentimentales. Quizá es en este campo donde las herramientas visuales se hacen más necesarias para el antropólogo.

Partiendo de esta base, uno se pregunta en qué medida la antropología y el cine pueden encontrar lugares de encuentro. Quizás uno sea aquel que vincula la producción de conocimiento al carácter deíctico de la antropología, aquel que define seleccionando de la realidad las escenas que son significativas. La selección de los lugares donde hay que mirar, los lugares o los fragmentos donde está lo importante para la creación de su objeto de estudio. ¡De todo esto [ese “esto” sería la descripción densa de un contexto elaborada por un antropólogo] mira aquello! Eso es lo que expresa la selección deíctica con la que mostrar las escenas significativas de un determinado lugar. En ese carácter, en ese mostrar  situaciones, es donde la antropología y el cine encuentran un vínculo estrecho. El control que ejercen los conceptos en el análisis de la realidad cuando escribimos un texto, no es trasportable al lenguaje cinematográfico[5]. El “cerrar del concepto” se lleva mal con el “abrir del cine”, aunque cada vez hay más trasvases y se reivindica para los textos antropológicos formas abiertas. Ese intento de cierre conceptual es quizás uno de los pecados que una disciplina literaria, como es la antropología, puede cometer a la hora de crear relatos cinematográficos, a la hora de intentar transportar en definitiva elementos que son difícilmente cinematografiables. Por ello, lo interesante de ese diálogo es precisamente entender que el matrimonio de la antropología y el cine funcionan en tanto que se renuncia al concepto y se abraza el contexto, a esas situaciones que, seleccionadas cinematográficamente, nos recuerdan que una de las maneras de producir conocimiento en esta disciplina consiste en ofrecer un lugar desde donde mirar la realidad.

La premisa con la que contaba el equipo de Libertad era la de hacer un documental a partir del testimonio de Josefa. Si para muchos de los integrantes trabajar con ese relato ha funcionado como una especie de hilo de Ariadna que les ha posibilitado entrar en el laberinto del pasado y conocer la historia reciente de su país, el punto de partida de la película ha consistido sin embargo en permanecer a una considerable distancia de ese laberinto, algo que les permite problematizar desde allí no tanto lo ocurrido como la manera en que el presente es afectado o puede ser afectado por el testimonio de un pasado desconocido e inasible. En ese sentido no es casual que ese posicionamiento parta de un laboratorio de antropología visual, pues si para un historiador la pregunta clave sería qué nos puede decir un testimonio sobre el pasado de un país, para un antropólogo la pregunta sería mas bien qué nos puede decir la memoria de Josefa sobre nuestro presente.

La diferencia fundamental entre un historiador y un antropólogo que deciden trabajar con materiales del pasado, tradicionalmente utilizados por los primeros, está en la relación misma que se establece con ellos expresada en la metodología con la que ambas disciplinas producen sus objetos de estudio. El testimonio para los historiadores es un material que sirve para reconstruir el pasado. La complementariedad de esos materiales, o su lugar subalterno frente al estatus que para la Historia supone tradicionalmente la documentación escrita, se debe a la subjetividad misma que estructura y conforma el testimonio a partir de la experiencia[6]. Para los antropólogos, que lo que hacen principalmente es pasar tiempo con las personas y sus materiales, observando y entrevistando, el objetivo no es la reconstrucción del pasado sino dilucidar las relaciones y las acciones interpretativas que esos materiales contienen y con los que finalmente se construye su objeto de estudio. En ese sentido, lo importante en un testimonio no es tanto lo que en él hay de Historia, como la posibilidad de analizar la memoria que lo estructura, entendida ésta como una actividad compleja que, según lo que esté en juego y los conflictos personales y sociales, conserva, transmite, olvida, abandona, expulsa, destruye, censura o embellece el pasado. La subjetividad cuestionada por los historiadores es para los antropólogos uno de los nodos centrales desde donde hacer preguntas y crear conocimiento[7]. Es decir, para el caso que aquí nos ocupa, un posicionamiento etnográfico nos llevaría a preguntarnos cuestiones tales como: qué tipo de relaciones está estableciendo con el pasado ese testimonio que hoy llega a nosotros; por qué Josefa selecciona, de todos los recuerdos que ha tenido en su vida, esos que nos está contando en una entrevista; cómo ha mediado la violencia en su relato; cuál es la relación del investigador con la persona entrevistada; qué selecciona el antropólogo en función de sus propios intereses o del destino mismo de ese testimonio: un libro, un artículo, un documental, etc.

El posicionamiento cinematográfico con relación al uso de un testimonio difiere si el interés del documental está mediado por la historiografía o la antropología. No es difícil imaginar, en ese sentido, la voz en off de Josefa en una supuesta película interesada en contar lo que le ocurrió, utilizando para ello su voz como una pieza más dentro de un tiempo histórico que quiere ser reconstruido. Desde ese lugar, lo normal sería intentar dar cuenta del pasado en la voz de Josefa recurriendo a otras voces que corroboren su relato, así como a imágenes de archivo que permitan ilustrar y hacer fehaciente el testimonio de esta mujer. Aparentemente ese viaje hacia el pasado parecería conectarnos de manera estrecha con Josefa, entenderla, pero en realidad ese conocimiento se obtendría sobre la base de convertirla en un objeto de otro tiempo, un objeto tan alejado de nosotros que no llega ni a tocarnos, ni a afectarnos. Pues bien, la apuesta de la película Libertad parte precisamente de generar ese tacto, ese afecto, esas resonancias que tienen más que ver con la memoria que con la historia, con el presente que con el pasado, con crear un diálogo entre temporalidades diferentes y distantes (las del equipo y las de Josefa) para expresar cinematográficamente ese vínculo. Como señala Nelly Richard: “Hay que proteger los restos de la desgracia de su paso a lenguajes que insensibilicen el drama con sus palabras indemnes, sin marcas ni cicatrices, que sólo buscan tramitar -ejecutivamente- la cita del pasado para acelerar el paso entre el ayer y el hoy. (…) Hay que trenzar nuevamente las marcas del pasado con narrativas en curso: hay que llevar la crítica de la memoria a intervenir en el campo de discursos del presente para que elabore nuevas conexiones vitales que la alejen del punto fijo (muerto) de lo ya sido (2008:193) [8].

La propuesta de Libertad recuerda a la de Tempestad, esa película de la directora mexicana Tatiana Huezo, donde una de las protagonistas, víctima de la corrupción y la injusticia, sale de la cárcel. La voz en off es la de su regreso pero en las imágenes nunca aparece ella, quien aparece es México en una especie de “puesta en sospecha” de un estado connivente con la desaparición forzada. En la película Libertad tampoco aparece Josefa, y sin embargo no dejamos nunca de oírla sobre las calles, los edificios o las personas. Aquí la “puesta en sospecha” es la del presente mismo, la de los lugares que fueron habitados o transitados por Josefa y sobre los que el film crea una especie de cortocircuito, una perturbación que nos hace entender que en esos paisajes está inscrito un daño. Ver imágenes del presente mediadas por una huella como es el testimonio de Josefa, es algo similar a ver en la tachadura de las actas de nacimiento dos nombres superpuestos. Tras esa experiencia entendemos que algo tan sencillo como un nombre propio o un paisaje, es en realidad la evidencia de una herida.

El testimonio perturba el presente porque antes ha perturbado al equipo de trabajo, son ellos que afectados por ese relato intentan dar cuenta de eso en la creación de una película. Una película que no puede sino recurrir a espacios y lugares, pues la evocación del pasado precisa contar de marcos que encuadren y estabilicen lo acontecido. Estos marcos son sociales y están relacionados con el tiempo y el espacio. De hecho cuando evoco algo lo sitúo en un específico espacio-tiempo colectivo logrando establecer un punto de referencia por encima de los acontecimientos. “El espacio no se limita a ser un mudo orden de relación entre cosas, sino que se manifiesta como un denso bosque de símbolos sociales” (Ramos, 1989: 75). La casa, la calle, la plaza, no son el marco externo de los acontecimientos de mi infancia, sino que son mi infancia. Evocar ese espacio es tanto como evocar esa época y ese mundo social. En ese sentido, cualquier lugar tiene memoria, aunque no se recuerde, aunque no tenga un monumento que señale lo que allí ocurrió. En ese sentido Libertad recuerda a aquello que Nanni Moretti intenta mostrar en la última escena de la primera parte de la película Caro diario. En ella aparece el director y protagonista del film visitando con su moto unos descampados en las afueras de Roma, son planos de lugares deshabitados grabados desde la carretera, en ellos no se ven señales que nos digan que estamos en un sitio y no en otro, no hay nada en concreto, y esa nada es precisamente el lugar donde murió Pier Paolo Pasollini, una metáfora perfecta para señalar que cualquier lugar está cargado de memoria.

Esa relación entre memoria y espacio también la vemos en Hiroshima mon amour, esa película del director Alain Resnais donde las calles, las plazas o las esquinas de la ciudad en la que dos amantes pasaron y repasaron su vida paso a paso, material o evocativamente, se funden en la experiencia que compartieron, quedando impregnados de ellos las paredes y las aceras… son el mismo nombre de la amada cuando ésta se va para siempre y lo único que le puede decir es: “Hiroshima eres tú”. La película Libertad entiende ese vínculo entre lugar y memoria, y crea un relato donde la voz de Josefa es inseparable de paredes, calles, ruinas, gestos…[9] pues es en ellos donde se expresa un presente disconforme.

Lejos de monumentos, de esos lugares donde la historia oficial fija lo que tiene que ser recordado, como si el presente ya estuviera inscrito en el pasado, Libertad se fuerza en recordarnos otros espacios, aquellos lugares comunes donde está inscrita la historia a contrapelo. Y sin embargo, en ocasiones, por más que uno mire esos lugares no consigue ver nada. Esa es la pregunta que parece recorrer todo el film: ¿dónde está la voz de Josefa en el presente? Una pregunta que está enmarcada a su vez dentro de otra mayor: ¿cómo representar un daño pasado? Aquí se encuentra el acierto de una película que problematiza la memoria a partir de una paradoja: el desconocimiento real de estas historias en el presente es sin embargo el lugar más elocuente desde donde mirar. Si uno se fuerza por dar un lugar, por crear una narrativa en la que se incluya un testimonio como el de Josefa, es porque uno entiende éticamente que esto tiene que ser escuchado, esas injusticias tienen que tener un cuerpo cinematográfico con las que hacerse presente, y ese cuerpo es precisamente el de la ausencia. Que los desaparecidos no aparezcan no quiere decir que no estén presentes, pues no hay nada que llene más el espacio que la ausencia. El viaje que ofrece Libertad es el del rastro desvanecido, un rastro que pende del hilo de una voz, un rastro que no pretende conducirnos a ningún sitio pues en el fondo está retratando la ausencia. Esa es la resonancia que surge del vínculo entre dos temporalidades diferentes puestas en diálogo, ese es el lugar que la película ha elegido para hacernos mirar nuestro presente.

Viendo el resultado uno imagina no solo las horas de trabajo que han sido necesarias para llevar a cabo una película de estas características, sino el vínculo que todo el equipo ha establecido con un material tan sensible como es el de un testimonio. La película expresa esa relación de una manera tan estrecha, respetuosa y honesta que uno no puede sino recordar aquel poema de Paul Celán que decía: “no veo una diferencia fundamental entre un apretón de manos y un poema”.

Notas

[1] Tipo de sombrero.

[2] Como señala Julián López García “el nombre «no ha sido sólo un mecanismo clasificador sino que también se ha constituido en símbolo” (2010: 192).

[3] Trabajo de campo realizado con el proyecto Mapas de Memoria, una investigación de la UNED en colaboración con la Diputación de Ciudad Real. https://www.mapasdememoria.com

[4] Sobre la imposibilidad de la representación léase la tesis doctoral La responsabilidad de la lectura ante el holocausto de Alberto Sebastián Lago, Universidad Carlos III, Getafe (Madrid). Una tesis donde se problematiza la representación del daño en las películas Shoah, La lista de Schindler o Vals Im Bashir.

[5] Así lo señala precisamente el antropólogo Manuel Delgado: “El error principal de la llamada antropología visual es, sin duda, el de creer y hacer creer que el cineasta puede asumir la tarea de rodar o grabar y luego reproducir conceptos. Así, Timothy Asch escribía que «el primer reto del programa [para estudiantes de cine etnográfico] seria tomar los conceptos intelectuales de la antropología y encontrar las formas para expresarlos en película». Frente a tal pretensión, debería reconocerse que nunca podrán obtenerse imágenes en movimiento que recuerden, evoquen, representen o sustituyan categorías abstractas parecidas a las que las ciencias sociales suelen manipular en su literatura, básicamente porque lo que la cámara recoge y el proyector emite no son ni pueden ser nunca conceptos, sino (…) situaciones” (1999: 69).

[6] La experiencia, señala Koselleck, es un “pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados (…) Los acontecimientos dc 1933 sucedieron definitivamente, pero las experiencias basadas en ellos pueden modificarse con el paso del tiempo. Las experiencias se superponen, se impregnan unas de otras” (1993:338-347).

[7] “Por subjetividad quiero decir la investigación de las formas culturales y los procesos mediante los cuales los individuos expresan su sentido de sí mismos en la historia. Desde esta perspectiva, la subjetividad tiene sus propias leyes objetivas, sus estructuras, sus mapas” (Portelli, 1991: IX).

[8] En una reciente entrevista, Nelly Richard volvía a apuntar una reflexión similar vinculada al arte: “En el arte no basta con poner en escena imágenes del pasado, hay que lograr que el pasado dialogue con el presente y se produzca alguna conmoción. No vasta con conmemorar, hay que volver a dotar de energía al recuerdo, entablar una conversación con un presente disconforme”.

https://elpais.com/elpais/2019/04/24/ideas/1556119065_185470.html

[9] Los marcos temporales y espaciales en los que se apoyan los recuerdos nunca son externos a los acontecimientos, sino que casi se diría que son los mismos acontecimientos pues la experiencia nunca está aislada del lugar donde acontece. Simmel ya señalaba que “el recuerdo suele fundirse inseparablemente con el lugar y recíprocamente; de suerte que el lugar constituye el punto de rotación en derredor del cual el recuerdo liga a los individuos, en una correlación ideal” (1986: 665).

Bibliografía

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BEAUVOIR, Simone de (2003), “La memoria del horror” en LANZMANN, Claude (2003). Shoah, Madrid, Arena Libros, 2003.

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SIMMEL, Georg. Sociología II. Estudios sobre las formas de socialización, Madrid, Alianza Editorial, 1986.


Jorge Moreno Andrés doctor en antropología social y cultural. Cineasta, fotógrafo y director del Certamen Internacional de Cine Documental sobre Migración y Exilio en México (CEME DOC). Miembro del Centro Internacional de Estudios sobre Memoria y Derechos Humanos (CIEMEDH-UNED), del grupo consolidado de Cultura Urbana de la UNED y de la «Red temática de estudios interdisciplinarios sobre vulnerabilidad, construcción social del riesgo y amenazas naturales y biológicas» (Conacyt, México). Ha sido visual consultant en Goldsmiths (University of London) con el proyecto europeo «Bosnian Bones Spanish Ghost». Su investigación en antropología audiovisual, violencia y memoria social abarca dos objetos principales: los usos sociales de la fotografía en contextos traumáticos y la utilización del cine y los ensayos fotográficos en la construcción de relatos etnográficos. Como fotógrafo ganó el segundo premio Marqués de Lozolla del concurso nacional sobre fotografía popular por su trabajo Entre lo urbano y lo rural: la matanza del cerdo (España, 2006). Como cineasta ganó en el año 2011 el premio al mejor documental del Festival Internacional de Castilla-La Mancha por su trabajo Vuelo a Shangrila. En 2015 su documental What Remains, dirigido con Lee Douglas, fue seleccionado en el Margaret Mead Film Festival (New York), en el ALBA Human Rights Documentary Film Festival (New York) y en el Ethnografilm Festival (París), entre otros.